A veces nos repetimos que estamos bien solo para no preocupar a nadie
Decir que uno está bien se ha vuelto casi una fórmula social automática. Una respuesta de cortesía. Un acto reflejo que se dispara apenas alguien pregunta "¿cómo estás?". No porque sea verdad, sino porque es lo que se espera. Porque es más cómodo, más rápido, más liviano. Porque admitir que no lo estamos implicaría abrir una puerta que tal vez ni nosotros mismos sabemos cómo cerrar.
Vivimos en una cultura que celebra la autosuficiencia y penaliza la vulnerabilidad. Estar bien es casi una obligación. Y si no lo estás, al menos disimula. Nadie quiere lidiar con el dolor ajeno cuando ya arrastra el propio. Así que repetimos la frase, una y otra vez, como un conjuro: "Estoy bien", "todo en orden", "no te preocupes". Pero cada repetición no alivia: encubre.
Lo más grave es que esta repetición no es solo hacia afuera. También es hacia adentro. Nos la decimos a nosotros mismos. Nos convencemos, o intentamos convencernos. Porque aceptar que algo duele, que algo falta, que algo pesa demasiado, es reconocer una fragilidad que incomoda. Una fragilidad que pone en jaque la imagen que nos esforzamos por sostener.
Y así vamos construyendo una especie de fortaleza emocional que no protege, sino que aísla. Porque mientras decimos que estamos bien, el cuerpo grita lo contrario. El insomnio, la ansiedad, el cansancio sin causa aparente, la irritabilidad. El cuerpo no miente. Pero hemos aprendido a ignorarlo, a silenciarlo, a doparlo si es necesario.
Lo que no decimos se acumula. Se vuelve ruido interno. Un murmullo constante que nos acompaña incluso en el silencio. ¿Cuántas veces lloramos en la ducha para que nadie escuche? ¿Cuántas veces apretamos los dientes en lugar de levantar la voz? ¿Cuántas veces respondimos “no pasa nada” cuando en realidad pasaba todo?
Nos repetimos que estamos bien por múltiples razones. Por miedo al juicio. Por miedo a preocupar a quienes amamos. Por vergüenza. Por orgullo. Porque pedir ayuda es aún visto como debilidad. Porque creemos —o nos hicieron creer— que el dolor se lleva en soledad, en silencio, con dignidad.
Pero la dignidad no tiene nada que ver con callar. Y la fortaleza emocional no se mide por cuánto se soporta, sino por cuánta honestidad se puede sostener. Fingir bienestar no resuelve el malestar. Solo lo esconde. Y lo escondido no desaparece: se transforma, se enquista, se vuelve síntoma.
Una sociedad que no permite hablar del dolor está condenada a padecerlo en privado. Y eso es lo que hacemos. Sufrir en soledad. Mirar al espejo y repetirnos “estoy bien” como si decirlo bastara para que fuera cierto. Como si negar el dolor lo hiciera menos real. Pero el dolor no desaparece por ignorarlo: se acumula.
En ese proceso, dejamos de reconocernos. Porque una cosa es estar bien, y otra muy distinta es parecerlo. El maquillaje emocional tiene un costo. Tarde o temprano se cuartea. Se filtra en nuestras relaciones, en nuestras decisiones, en nuestra forma de estar en el mundo.
Además, fingir bienestar genera una expectativa peligrosa: la de que siempre vamos a poder. Y entonces, cuando llega el colapso —porque siempre llega— nadie lo entiende. Porque nunca dimos señales. Porque nuestra actuación fue impecable. Porque dijimos que estábamos bien. Una y otra vez.
Este mecanismo no es individual. Es colectivo. Porque también hemos aprendido que las emociones incómodas incomodan a los demás. Que quien muestra su tristeza, su ansiedad o su dolor suele recibir un consejo apurado, una frase hecha, un cambio de tema. No sabemos escuchar el malestar. Nos asusta. Nos confronta. Y por eso preferimos la superficie.
Pero tal vez deberíamos empezar por algo básico: permitirnos no estar bien. Darle lugar al malestar. Nombrarlo. Compartirlo. No para instalarlo como identidad, sino para procesarlo, para transitarlo, para no cargarlo solos.
No se trata de hacer del sufrimiento una bandera, ni de exigir atención constante. Se trata de honestidad emocional. De poder decir “hoy no estoy bien” sin sentir culpa, sin miedo a decepcionar. De habilitar espacios donde el dolor tenga voz. Porque solo lo que se nombra puede ser comprendido. Y solo lo que se comprende puede transformarse.
A veces, lo más valiente que podemos hacer no es resistir, sino admitir que estamos cayendo. Porque ahí empieza el verdadero cuidado: en la autenticidad. En poder mirar a otro y decirle, con humildad, “no estoy bien, pero gracias por preguntar”. Y permitir que esa frase abra una conversación más real, más humana, más necesaria.
No siempre tendremos la fuerza para hablar. Pero al menos, que el silencio no sea una condena. Que no tengamos que fingir salud emocional para no incomodar. Que no tengamos que repetirnos que estamos bien solo para no preocupar a nadie. Porque preocuparse no es carga, es vínculo. Es lo que nos recuerda que no estamos solos.
El primer paso para estar bien no es fingir que lo estamos. Es reconocer cuándo no lo estamos. Solo desde ahí es posible sanar.
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