El corazón también se cansa de esperar lo que nunca llega
No todas las esperas son visibles. Algunas no tienen fila, ni tiempo determinado, ni lugar fijo. Algunas esperan en silencio, incrustadas en la rutina, latiendo con cada gesto de ausencia, repitiéndose en cada minuto sin respuesta. Esas son las esperas del corazón: persistentes, silenciosas y, a menudo, invisibles para todos menos para quien las sostiene.
Se dice con frecuencia que el amor sabe esperar, que la paciencia es una virtud del afecto verdadero. Y quizá haya algo de cierto en eso. Pero también es cierto que el corazón no es una máquina infinita de esperanza. Tiene límites, aunque se nos enseñe lo contrario. También se cansa. No de amar, no de desear —sino de aguardar lo que nunca llega, de sostener promesas que nunca se cumplen, de imaginar futuros que siempre se postergan.
El corazón se desgasta no por falta de sentimiento, sino por exceso de ilusión frustrada. Porque hay un desgaste emocional profundo en sostener lo intangible, en esperar señales que no aparecen, en dar sentido a lo que no lo tiene más allá de la propia necesidad. Ese cansancio no es simple tristeza. Es una forma de erosión interna, lenta pero constante. Uno no se da cuenta al principio. Al principio se justifica todo: los retrasos, el silencio, las ausencias. Se dice “quizá mañana”, “tal vez no es el momento”, “aún hay tiempo”.
Y luego, sin que uno lo note, algo comienza a cambiar. No es rabia, ni ruptura. Es más sutil: es el momento en que una parte de uno deja de esperar. Es cuando el corazón, sin dejar de latir, deja de extender la mano. Cuando el deseo aún existe, pero ya no pulsa con la misma intensidad. Porque ha comprendido que no todo lo que se desea llega. Y más importante aún: que no todo lo que se espera vale el precio de esa espera.
Esperar tiene sentido cuando hay reciprocidad, cuando la ausencia es temporal, cuando la esperanza se alimenta de señales reales. Pero esperar por quien no quiere llegar, por lo que no tiene intención de cumplirse, por lo que se repite como promesa vacía... es una forma de autoabandono. Y el corazón también lo siente. Y se agota.
Lo problemático es que, a menudo, el cansancio del corazón no se nota por fuera. Uno sigue funcionando. Trabaja, conversa, ríe incluso. Pero hay una parte que empieza a cerrarse. No con enojo, sino con resignación. Como una puerta que se cierra lentamente, sin hacer ruido. Y eso es lo más doloroso: no el estallido, no la ruptura abrupta, sino ese dejar de esperar poco a poco, hasta que lo que antes conmovía ya no toca nada.
La cultura del amor romántico ha glorificado la espera. Nos ha enseñado que quien ama de verdad no se cansa. Que la perseverancia es prueba de autenticidad. Que el sacrificio emocional es noble. Pero esa narrativa desconoce la dignidad afectiva. Amar no debe implicar sacrificarse a uno mismo, ni colocar el deseo propio en pausa indefinida. Hay un límite entre la espera como expresión de amor y la espera como forma de autosilenciamiento.
Aceptar que el corazón se cansa es también aceptar que tenemos derecho a dejar de esperar. No por falta de amor, sino por cuidado propio. Porque a veces, seguir esperando no es una muestra de fidelidad al otro, sino una traición a uno mismo.
La espera prolongada de lo que no llega también construye una distorsión de la realidad. Uno empieza a idealizar, a crear una narrativa donde todo tiene explicación, donde el otro no llega porque algo se lo impide, donde el momento perfecto está a punto de llegar. Esa ficción protege del dolor inmediato, pero genera una herida más profunda: la de vivir en un presente suspendido, sin posibilidad de construcción real.
El corazón, con el tiempo, aprende. A veces a la fuerza. Aprende que lo que no llega muchas veces es porque no quiere llegar. Que hay ausencias que no son circunstancias, sino decisiones. Que hay personas que no están esperando el mismo encuentro. Y que seguir apostando por una ilusión, cuando los hechos contradicen constantemente el deseo, es una forma de autoengaño.
No se trata de volverse cínico, ni de renunciar a la posibilidad del amor. Se trata de reconocer cuándo el amor se convierte en espera destructiva. Cuándo el anhelo ya no es esperanza sino peso. Cuándo uno ya no sueña, solo se desgasta.
Hay algo profundamente digno en reconocer que uno se cansa. Que uno puede detenerse. Que el corazón también tiene derecho a cerrar ciclos, a renunciar a lo que no florece. Que soltar no siempre es rendirse; a veces es salvarse.
Y sí, puede doler. Porque dejar de esperar también implica duelo. El duelo de una posibilidad, de un futuro que no fue, de una historia que uno escribió solo. Pero ese dolor, por duro que sea, es parte del camino hacia la reconstrucción. Porque solo cuando el corazón deja de esperar lo imposible, puede abrirse a lo que sí es posible. A lo que está presente. A lo que no exige ser perseguido eternamente.
El corazón se cansa, sí. Pero también se cura. No olvidando del todo, pero encontrando nuevas formas de latir. Nuevas formas de estar. Porque lo que más lo lastima no es lo que no llegó, sino la insistencia en que tenía que llegar. Y cuando esa insistencia se disuelve, queda algo que parecía perdido: espacio para lo nuevo, para lo real, para lo recíproco.
No hay nada de débil en soltar una espera. Al contrario: es una de las formas más profundas de fortaleza emocional. La de quien se ha mirado con honestidad y ha dicho “ya no más”. No por falta de amor, sino por amor a sí mismo.
Comentarios
Publicar un comentario