El cuerpo también recuerda lo que la mente intenta enterrar

El cuerpo también recuerda lo que la mente intenta enterrar. Esta frase, en apariencia poética, encierra una verdad clínica, psicológica y existencial de enorme profundidad. Porque no somos solo pensamiento ni memoria consciente: somos también músculos, tejidos, gestos, dolores, tensiones, respuestas automáticas. El cuerpo es mucho más que una máquina biológica; es archivo, testigo, guardián de todo lo que no pudimos, no supimos o no quisimos procesar de manera racional.

Hay una tendencia —muy humana— a creer que olvidar es lo mismo que superar. Que si dejamos de pensar en aquello que nos hirió, eventualmente desaparecerá. Enterrar el recuerdo, callar el dolor, fingir estabilidad: estrategias comunes, comprensibles, pero también peligrosamente incompletas. Porque el cuerpo no firma ese pacto de silencio. El cuerpo registra lo que ocurre, incluso lo que intentamos reprimir. Y si no encuentra una vía de expresión saludable, lo expresa a su manera: con insomnios, fatigas crónicas, ansiedad, gastritis, contracturas, palpitaciones, bloqueos respiratorios.

El cuerpo no tiene lenguaje verbal, pero sí una gramática somática clara y persistente. Un trauma no elaborado puede manifestarse años después como una rigidez en el cuello o como una presión constante en el pecho. Un abandono no resuelto puede hacer que el sistema nervioso reaccione con pánico ante la mínima señal de desapego. La violencia emocional negada puede reaparecer como un sistema inmunológico debilitado. Lo que no se expresa por la palabra, se expresa por la piel, la respiración, la postura. Lo que la mente entierra, el cuerpo desentierra cuando puede.

En psicología somática y en terapias basadas en el cuerpo —como el enfoque de Peter Levine o la bioenergética de Alexander Lowen— se sostiene que el cuerpo guarda “memorias” no narrativas, sino sensoriales y emocionales. Es decir, sensaciones de miedo, de congelamiento, de impotencia, de sobresalto, que se quedan alojadas sin un contexto consciente, pero siguen actuando sobre la persona. A veces, alguien no puede explicar por qué siente lo que siente, pero su cuerpo sí lo sabe. Y responde con la misma lógica de supervivencia de un evento ya pasado, pero no resuelto.

Por eso, frente a ciertos recuerdos, no basta con “pensar distinto” o “ver las cosas con otra perspectiva”. Porque la mente puede reinterpretar, pero el cuerpo sigue repitiendo. Y hasta que no se aborda esa memoria encarnada, esa cicatriz invisible, no hay verdadero cierre. De ahí que muchas personas vivan atrapadas en reacciones automáticas que no entienden: ataques de pánico sin causa aparente, bloqueos sexuales, reacciones desmedidas ante pequeños desencadenantes, parálisis ante la toma de decisiones. No son fallas personales, sino huellas somáticas de historias enterradas.

Esto se vuelve aún más complejo cuando el entorno exige “normalidad”. Vivimos en una sociedad que privilegia el rendimiento, la imagen, la productividad. En ese contexto, admitir que el cuerpo está reaccionando a un pasado no resuelto es incómodo, molesto, incluso vergonzante. Por eso, muchas personas optan por medicarse, anestesiarse, o simplemente seguir empujando. Pero el cuerpo no entiende de convenciones sociales. Si no se le escucha, grita. Si no se le cuida, se apaga o se enferma.

La memoria corporal no es solo trágica. También puede ser una vía de sanación. Porque si el cuerpo recuerda, también puede reaprender. Terapias que involucran movimiento, respiración, contacto, presencia, pueden ayudar a liberar aquello que fue reprimido. No desde la lógica del trauma, sino desde una experiencia nueva que reescribe lo viejo. El cuerpo necesita sentir que ahora sí está a salvo. Que puede soltar la tensión. Que ya no necesita defenderse de aquello que ya pasó, pero que aún vive como una amenaza interna.

Aceptar que el cuerpo tiene su propia memoria implica también reconciliarnos con sus señales. Dolor, insomnio, fatiga, ansiedad: no son enemigos, sino mensajes. No se trata de resignarse a ellos, sino de escucharlos. A veces, lo que duele no es el síntoma, sino el silencio que lo rodea. La cultura del “todo está bien” es violenta con los cuerpos que aún no han encontrado forma de procesar lo vivido. Y no hay atajo: lo que no se siente, no se sana.

Es importante también entender que esta memoria corporal no siempre surge de grandes traumas. A veces, se origina en experiencias pequeñas pero repetidas: invalidaciones, rechazos, invisibilizaciones, exigencias imposibles. No se trata solo de lo que ocurrió, sino de cómo se vivió. Un niño que aprendió a no llorar para no ser castigado, puede convertirse en un adulto que siente dolor físico al expresar emociones. Una persona que creció en un entorno inestable puede vivir con el sistema nervioso constantemente hiperactivado, incluso si su vida actual es segura.

El cuerpo no distingue entre el pasado y el presente. Si no se ha integrado la experiencia emocional, el cuerpo la vive como actual. Por eso, sanar implica también traer al presente lo que fue negado, ponerle nombre, sostenerlo sin juicio, resignificarlo con compasión. Solo así el cuerpo puede soltar. Solo así puede dejar de ser campo de batalla y convertirse en refugio.

Y es ahí donde esta frase cobra toda su profundidad: el cuerpo también recuerda lo que la mente intenta enterrar. No como castigo, sino como oportunidad. No como una maldición, sino como una segunda oportunidad de ver, de sentir, de entender. El cuerpo no miente. El cuerpo no olvida. Y si escuchamos con atención, tal vez podamos devolverle al cuerpo lo que le fue negado: seguridad, ternura, libertad.

En un mundo que nos empuja a desconectarnos de nosotros mismos, reconectar con el cuerpo es un acto radical. Y también una forma de justicia: porque todo lo que hemos callado, evitado o minimizado merece un espacio para ser sentido, digerido, liberado. Sanar no es olvidar. Sanar es recordar de otra manera. Es permitir que lo que fue enterrado encuentre luz. Es dejar que el cuerpo —ese sabio silenciado— finalmente diga su verdad.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido