Hay momentos en que seguir también es una forma de rendirse
Vivimos en una cultura que glorifica la resistencia. Se nos educa para no rendirnos, para seguir adelante cueste lo que cueste, como si la única forma de dignidad fuera la perseverancia inquebrantable. “No te rindas”, “sigue intentándolo”, “la vida es de los que insisten”, son frases que repetimos —y nos repiten— como si detenerse fuera una falta moral.
Pero hay momentos en que seguir también es una forma de rendirse. De claudicar. De dejar que la inercia nos arrastre aunque todo dentro de nosotros esté pidiendo un alto. Porque no todo movimiento es avance. No toda marcha es progreso. A veces seguimos caminando no porque creamos en el destino, sino porque tememos el vacío que podría revelarse si nos detenemos.
En esos momentos, lo que parece fortaleza es, en realidad, cansancio. Persistimos no por convicción, sino por costumbre. Por miedo a lo que implicaría cambiar de dirección, hacer una pausa, o —peor aún— aceptar que lo que perseguimos ya no tiene sentido para nosotros.
Seguir puede ser una forma de rendición cuando se hace sin conciencia. Cuando es más fácil mantenerse en un trabajo que desgasta, en una relación que agota, en una rutina que asfixia, que enfrentarse a lo desconocido. Es una rendición silenciosa, casi invisible, pero profundamente corrosiva. Una especie de derrota interior disfrazada de disciplina.
Nos cuesta admitirlo porque hemos sido formados bajo la lógica de la productividad: quien se detiene pierde, quien duda retrocede, quien cambia de rumbo fracasa. El éxito se mide en constancia, aunque esa constancia implique sufrimiento. Y entonces nos encontramos atrapados en una contradicción: seguir para no caer, aun si el camino ya no lleva a ninguna parte.
La resignación no siempre se presenta como retirada; a veces se enmascara como perseverancia. No siempre nos rendimos cuando soltamos. A veces nos rendimos cuando nos aferramos a lo que ya no tiene vida. Cuando fingimos entusiasmo, vocación, deseo. Cuando repetimos “todo está bien” mientras algo dentro se apaga lentamente.
El problema no es seguir. El problema es seguir sin preguntarse por qué. Continuar por miedo, por presión, por expectativas externas. No detenerse a revisar si lo que perseguimos aún nos pertenece o si solo lo hacemos porque tememos decepcionar. A otros. O a nosotros mismos.
La rendición más profunda ocurre cuando abandonamos nuestras propias preguntas. Cuando dejamos de cuestionar si lo que hacemos tiene sentido, si lo que somos nos representa. Cuando seguimos adelante porque es lo que “toca”, porque “ya estamos en esto”, porque “sería peor empezar de nuevo”.
Y entonces el seguir se convierte en una huida. Un intento de no mirar de frente lo que duele, lo que no funciona, lo que se ha desgastado. En lugar de enfrentar la incomodidad de la duda, preferimos el consuelo de lo conocido, incluso si ese consuelo es una jaula.
Esto sucede en todos los ámbitos: personales, profesionales, emocionales. Gente que permanece en vínculos que ya no construyen nada, solo por no enfrentar una separación. Personas que siguen en carreras vacías por miedo a decepcionar a una familia, a una sociedad, a una versión pasada de sí mismos. Individuos que se levantan cada día con el piloto automático activado, no porque vivan con entusiasmo, sino porque no saben cómo detenerse sin colapsar.
Nos rendimos cuando dejamos de escucharnos. Cuando priorizamos la expectativa sobre la autenticidad. Cuando confundimos lealtad con resignación. Cuando convertimos la resistencia en un deber y la pausa en una amenaza.
Pero rendirse no siempre es un acto de derrota. De hecho, muchas veces, detenerse a tiempo es el gesto más valiente. Decir “ya no más” requiere más coraje que persistir en lo que ya no nos sostiene. Abandonar un camino equivocado, soltar una meta impuesta, redibujar el mapa: todo eso requiere una fuerza distinta. Una fuerza que no se mide en kilómetros recorridos, sino en la honestidad de preguntarse: ¿a qué me estoy aferrando y por qué?
En una sociedad que valora el hacer más que el ser, cuestionar el impulso de seguir puede parecer peligroso. Pero no hacerlo es aún más riesgoso. Porque seguir sin conciencia nos desconecta de nosotros mismos. Nos vacía. Nos convierte en versiones funcionales pero rotas, operativas pero apagadas.
Hay que reaprender a detenerse. A reconocer los momentos en que seguir ya no es virtud, sino evasión. Hay que devolverle dignidad a la pausa, al abandono lúcido, al cambio de rumbo. No todo lo que se abandona es una pérdida. A veces, soltar es salvarse.
Y salvarse, en estos tiempos, no es llegar primero. Es no traicionarse en el camino.
Comentarios
Publicar un comentario