Lo difícil no es soltar, es seguir con las manos vacías un tiempo

Soltar es una palabra que se ha vuelto tendencia. Se pronuncia con frecuencia en discursos motivacionales, en terapias de autoayuda, en frases de redes sociales que prometen paz tras la renuncia. Se nos invita a dejar ir todo aquello que ya no nos sirve, lo que duele, lo que detiene. “Suelta”, dicen, como si se tratara de una acción sencilla, casi automática, como si el acto de abrir la mano bastara para que el alma haga lo mismo.

Pero lo difícil no es soltar. Lo verdaderamente complejo es seguir caminando después, con las manos vacías. Porque soltar puede ser momentáneo: una decisión, un impulso, incluso un acto de liberación. Lo que viene después, sin embargo, es un terreno mucho más difícil: el vacío. La ausencia. La falta de aquello que, aunque dolía o pesaba, ocupaba un espacio, daba estructura, acompañaba.

El ser humano se acostumbra a cargar. A veces, incluso se define por lo que sostiene: una relación, un trabajo, una certeza, una rutina, una historia. Dejar ir esas cargas no siempre genera alivio inmediato. Por el contrario, puede provocar una sensación de desorientación profunda. Como si, al liberar las manos, se desdibujara también la identidad.

¿Qué hacer con las manos vacías cuando uno ha vivido tanto tiempo aferrado a algo? ¿Cómo atravesar el tiempo intermedio en el que no hay todavía nada nuevo, pero ya no queda lo anterior? Esa es la parte que casi nunca se nombra. Porque no hay gloria en la espera, ni épica en el vacío. Pero ahí es donde se libra la verdadera batalla: en el silencio que queda después del desprendimiento.

Seguir adelante con las manos vacías implica tolerar la incertidumbre. Y eso, en una cultura que idolatra el control, es casi un acto de resistencia. Vivimos en una sociedad que mide el valor en función de la productividad, de los logros, de lo tangible. Las manos vacías, en ese contexto, pueden parecer fracaso. Un símbolo de pérdida. Una señal de que no se tiene nada que mostrar, nada que ofrecer, nada que contar.

Pero no es así. Las manos vacías no siempre significan carencia. A veces, son una pausa necesaria. Un espacio fértil. El momento en que se empieza a recuperar sensibilidad después de años de apretar demasiado. Porque cuando uno ha sostenido durante mucho tiempo algo que duele, algo que se desgasta o se resiste, el acto de soltar es solo el primer paso. Lo siguiente es sanar el hábito de sostener lo que no debía haberse sostenido tanto.

El vacío que queda después de soltar es, en realidad, un espejo. Refleja no solo lo que se ha perdido, sino también lo que se era mientras se aferraba a eso. Obliga a mirar de frente la propia vulnerabilidad, la necesidad de llenar, de atar, de conservar. Y es incómodo. Porque muestra cuánto del apego era miedo. Miedo a estar solo, a no tener un lugar, a no tener respuesta, a no tener control.

Seguir con las manos vacías también pone a prueba la confianza. No la confianza en los demás, sino en uno mismo y en el proceso. La certeza —difícil de sostener— de que no es necesario llenar el vacío de inmediato. Que es posible habitar ese espacio sin prisas, sin sustitutos, sin anestesia. Que hay un valor silencioso en la espera, una transformación invisible que se gesta en el mientras tanto.

Pero es en ese mientras tanto donde muchos se pierden. Porque el impulso más común es reemplazar. Saltar de una cosa a otra, llenar el hueco con algo, con lo que sea. Volver a aferrarse. No por deseo, sino por miedo a sentir el eco de lo que ya no está. Así se crean repeticiones: relaciones que se parecen a las que se dejaron, decisiones impulsadas por ansiedad más que por claridad, caminos tomados solo para no estar quietos.

La sabiduría está en resistir esa urgencia. En sostener el vacío sin desesperarse. En aceptar que las manos vacías también tienen su sentido, su tiempo, su verdad. Que solo con ellas así, abiertas, disponibles, limpias de lo anterior, puede llegar algo nuevo, algo más propio, algo que no sea solo reemplazo sino construcción real.

Lo que muchas veces se confunde con tristeza es, en realidad, desacomodo. Una desorientación emocional que surge cuando las estructuras antiguas ya no sostienen, pero las nuevas aún no se han formado. Ahí es donde se necesita más coraje: no en el momento de soltar, sino en la decisión de no llenar el espacio enseguida. De tolerar el temblor, la falta de certezas, la sensación de pérdida.

Y, sin embargo, ese vacío no es estéril. Es en ese espacio donde empieza lo auténtico. Donde se puede distinguir el deseo genuino del hábito aprendido. Donde se recupera la capacidad de elegir desde un lugar más consciente. Las manos vacías permiten eso: aprender a esperar lo que valga la pena sostener, en lugar de aferrarse a lo primero que aparece.

Lo difícil no es soltar. Lo difícil es lo que viene después: convivir con el eco, con la sombra, con la falta. Y al mismo tiempo, tener el coraje de no retroceder. De no volver a lo que ya no encaja solo porque se extraña. La nostalgia, muchas veces, es una trampa. Hace que lo viejo parezca más cálido que lo que está por venir. Pero no siempre fue así. Y por algo se soltó.

Las manos vacías son también una señal de valentía. Quien es capaz de sostener su propio vacío sin apresurarse a llenarlo, está más cerca de lo que realmente necesita. Porque en ese vacío habita la posibilidad de algo distinto. Algo que no sea una repetición. Algo que no se imponga como necesidad, sino que se elija desde la libertad.

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