Lo que niegas de ti, termina gobernándote en silencio


Hay una parte de nosotros que no queremos mirar. A veces es un rasgo, a veces un recuerdo, a veces un deseo que nos incomoda. Puede ser una herida que evitamos, una fragilidad que disfrazamos, una verdad íntima que tememos aceptar porque pondría en cuestión la imagen que hemos construido. Pero negar algo no lo elimina. Lo que se reprime, se transforma. Lo que se evita, se enmascara. Y lo que se niega con fuerza, a menudo regresa con más poder. No con gritos, sino con susurros. No con gestos visibles, sino con decisiones que no sabemos por qué tomamos. Lo que negamos de nosotros termina gobernándonos en silencio.

Negar no es lo mismo que superar. Negar es barrer debajo de la alfombra algo que sigue vivo. Es ocultarlo de la vista, no de la existencia. Y lo que no se reconoce no puede cambiar. Por eso, muchas veces no actuamos desde nuestra parte más consciente, sino desde nuestras sombras no reconocidas. Desde el miedo que no queremos admitir, desde la rabia que reprimimos, desde la necesidad que consideramos debilidad.

Una persona que se niega a sí misma termina viviendo a medias. Se protege tanto de ciertas partes de su historia o de su carácter, que se vuelve prisionera de una versión incompleta de sí misma. Se convierte en alguien que funciona, pero no se habita. Que reacciona, pero no se comprende. Que actúa en modo automático, sin saber qué fuerzas invisibles están realmente a cargo.

El problema no es tener sombras. Todos las tenemos. El problema es pretender que no existen. Porque entonces esas sombras se vuelven más poderosas. No porque sean malas, sino porque se vuelven inconscientes. No podemos trabajar con lo que no vemos. No podemos cambiar lo que no aceptamos que está.

Y cuando lo negado gobierna, lo hace desde lugares difíciles de rastrear: sabotaje, dependencia, impulsividad, bloqueos, ansiedad sin causa aparente, elecciones repetitivas que parecen sin sentido. A veces creemos que la vida nos castiga o que tenemos mala suerte, pero lo que ocurre es que nos estamos conduciendo desde una zona ciega. La parte que no reconocemos está tomando decisiones en nuestro nombre.

Negar nuestra tristeza, por ejemplo, nos vuelve insensibles al dolor de los demás. Negar nuestro enojo nos convierte en pasivos agresivos o en explosivos súbitos. Negar nuestra necesidad de afecto nos hace arrogantes o dependientes. Negar nuestra fragilidad nos vuelve controladores o rígidos. Las máscaras se vuelven armaduras. Y en el intento de protegernos, nos alejamos de los demás y de nosotros mismos.

¿Por qué negamos partes de nosotros? Porque nos enseñaron que ciertas emociones o conductas eran malas, débiles o vergonzosas. Porque fuimos castigados por sentir demasiado o por equivocarnos. Porque aprendimos que para ser queridos había que ser fuertes, o complacientes, o brillantes, o perfectos. Entonces comenzamos a esconder todo lo que ponía en riesgo esa aceptación. Pero lo que se esconde no desaparece. Solo se vuelve más difícil de manejar.

La autenticidad no se trata de ser una versión ideal de nosotros mismos. Se trata de ser lo suficientemente valientes para reconocer lo que somos, incluso cuando no nos gusta. Solo ahí empieza la posibilidad real de transformación. Porque cuando algo se reconoce, se vuelve manejable. Cuando algo se nombra, pierde poder.

Aceptar lo que negamos no significa justificarlo. No se trata de rendirse a los impulsos, ni de aceptar el dolor sin buscar alivio. Se trata de entender su origen, de reconocer su función, de integrarlo en una narrativa más completa de quiénes somos. Solo lo que se integra puede dejar de gobernar desde las sombras.

En muchos sentidos, la madurez emocional se mide por la cantidad de verdad que uno puede tolerar sobre sí mismo sin romperse. No para hundirse en culpa o autocrítica, sino para crecer. Porque todo lo que somos —incluso nuestras fallas— tiene una historia, una razón, una necesidad que alguna vez no supimos nombrar.

Ese proceso de mirar lo negado no es cómodo. Implica revisar nuestras decisiones, nuestras relaciones, nuestras creencias más profundas. Implica preguntarse: ¿cuánto de lo que hago lo hago por miedo? ¿Cuánto de lo que no tolero en otros es algo que no acepto en mí? ¿Qué parte de mí estoy evitando mirar cada vez que me distraigo, me enojo o me encierro?

No se trata de volverse perfecto. Se trata de volverse más consciente. Y eso comienza con dejar de negar. Con entender que lo negado no se evapora: actúa. Que lo que no se habla en voz alta, se grita en los síntomas. Que lo que se reprime emocionalmente, se expresa físicamente o conductualmente. El cuerpo habla, la vida responde, las relaciones reflejan.

Por eso, si uno quiere recuperar el timón, necesita entrar en diálogo con sus propias sombras. No para quedarse a vivir ahí, sino para comprender de dónde vienen, qué buscan, qué nos quieren decir. Porque muchas veces, lo que nos gobierna no es lo que somos, sino lo que tememos ser.

Y en ese miedo, dejamos que partes esenciales de nuestra identidad queden silenciadas, aplastadas, distorsionadas. Pero uno no puede vivir entero si se rechaza por dentro. Y a largo plazo, todo lo que negamos termina pasándonos factura: en vínculos rotos, en caminos bloqueados, en tristeza inexplicable.

Entonces, quizás el primer acto de libertad no sea soltar algo externo, sino mirar hacia dentro y decir: esto también soy yo. Y desde ahí, comenzar a elegir con más verdad. Porque solo lo que se reconoce puede cambiar. Y solo lo que se acepta puede dejar de gobernarnos.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido