No es que ya no duela, es que aprendí a respirar dentro del dolor
No todo lo que parece calma lo es. A veces, el silencio no es alivio, sino contención. La quietud no es señal de que el dolor haya desaparecido, sino evidencia de que aprendimos a habitarlo. Porque el dolor —el profundo, el que no se cura con analgésicos ni con frases hechas— no se va con el tiempo, como suelen decir los que nunca han sentido el alma desgarrarse. El dolor se queda. Cambia de forma, se vuelve sombra, se convierte en lenguaje o en gesto, pero se queda.
No es que ya no duela. Es que uno aprende a respirar dentro del dolor. Aprende a que no todo grito necesita sonido, y que a veces la mayor valentía es seguir caminando sin que los demás noten la herida que se arrastra.
Vivimos en una cultura que patologiza el sufrimiento, que intenta anestesiarlo con rapidez, que le teme como a una amenaza personal. Se nos enseña a evitar el dolor, a ocultarlo, a superarlo a toda costa. Pero nadie nos enseña a convivir con él. Nadie nos dice que hay dolores que no tienen cura, solo acompañamiento. Que hay pérdidas que no se reemplazan, solo se abrazan con la memoria. Que hay vacíos que no se llenan, sino que se aprenden a rodear con otros gestos, con otras formas de vivir.
El dolor, cuando se vuelve crónico —emocional o existencial— no avisa. No se presenta siempre con lágrimas. A veces es una falta de aire leve pero persistente. O una rigidez en los hombros cada vez que se recuerda un nombre. O una distracción que no viene del cansancio, sino del intento por no pensar demasiado.
Aprender a respirar dentro del dolor no significa resignación, ni derrota. Significa transformación. Es la capacidad de seguir siendo uno mismo aun cuando algo dentro ya no es igual. Es asumir que la vida no es una línea ascendente de bienestar, sino una espiral donde muchas veces se baja antes de poder subir. Donde se repite lo que no se ha elaborado, donde lo que dolió una vez puede doler distinto cada vez que se recuerda.
Respirar en medio del dolor es un acto íntimo de resistencia. Una forma de no rendirse aunque todo adentro esté cayéndose. Es reconocer que no somos máquinas que se apagan y se reinician, sino organismos vivos que procesan el mundo con la piel, con la memoria, con la biografía. Y que el dolor, lejos de ser un enemigo, puede volverse también un maestro. Incómodo, sí. Insoportable a veces. Pero revelador.
Porque el dolor —cuando se mira de frente y se nombra— deja de tener tanto poder. No desaparece, pero se vuelve habitable. Ya no asfixia, solo pesa. Ya no impide respirar, solo exige hacerlo con más cuidado. Y esa diferencia es crucial. Es la diferencia entre ser arrastrado por el sufrimiento o poder sostenerlo sin desdibujarse en él.
Con el tiempo, uno descubre que hay dolores que simplemente se quedan. La muerte de alguien que amamos. La renuncia a un sueño que no pudo ser. El amor que no se dio como esperábamos. Las decisiones que rompieron algo dentro, incluso si eran necesarias. No se olvidan. No se borran. Pero tampoco nos destruyen si sabemos darles un lugar.
Aprender a respirar dentro del dolor es, en cierta forma, aprender a vivir con uno mismo de nuevo. Es escuchar lo que el cuerpo dice cuando la boca calla. Es entender que estar bien no siempre se ve como la felicidad prometida, sino como un equilibrio frágil, pero real. Un pequeño espacio entre lo que duele y lo que aún nos sostiene.
Hay días en que el dolor aprieta más. Sin motivo, sin aviso. Se instala, se infiltra en la rutina, y vuelve a recordarnos su presencia. En esos días, respirar no es automático, es un acto de voluntad. Inhalar, exhalar. No perderse. No colapsar. Aceptar que la herida aún pulsa. Y está bien.
Sanar no es una línea recta. No siempre se avanza. A veces, simplemente se sobrevive. Y sobrevivir también es una forma de coraje. Especialmente cuando el mundo espera que estemos enteros, cuando todo exige rendimiento, productividad, entusiasmo. Cuando mostrar dolor es visto como debilidad o falta de gratitud.
No es que ya no duela. Es que se aprende a caminar con el peso encima. A dormir con la nostalgia al lado. A seguir construyendo, aunque una parte del alma se haya detenido en otro tiempo. Y eso no es derrota. Es humanidad.
Quizás, al final, no se trata de eliminar el dolor, sino de integrarlo. De dejar que forme parte de nuestra historia, sin que la defina por completo. De permitirnos sentirlo sin avergonzarnos. De reconocer que sobrevivimos no por estar intactos, sino por haber encontrado una forma de seguir, aún rotos.
La herida, entonces, no es un fracaso. Es un testimonio. Un registro de que hemos vivido, amado, perdido, deseado. Y respirar dentro de esa herida es, en sí mismo, un acto de esperanza: la convicción silenciosa de que aunque duela, podemos seguir siendo.
Porque no es que ya no duela.
Es que ahora sabemos cómo respirar.
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