No siempre es cobardía retirarse; a veces es amor propio
La cultura insiste en que quedarse es sinónimo de valentía. Se glorifica la permanencia, la insistencia, la lucha sin fin. Nos enseñan que abandonar es fallar, que retirarse es rendirse. Y sin embargo, hay momentos en que quedarse es lo más fácil. Lo automático. Lo que se hace por costumbre, por miedo o por agotamiento emocional. Porque el cuerpo ya no tiene fuerza para un cambio. Porque la mente ha sido domesticada en la creencia de que quien se va pierde.
Pero hay una forma más silenciosa de valor. Una que no se aplaude, pero que salva. Retirarse.
No en forma de huida, sino como acto de cuidado. De dignidad. De preservación. Porque quedarse en un espacio que duele, que desgasta, que apaga lentamente, no siempre es coraje. A veces es apego mal entendido. A veces es la falta de alternativa que creemos tener. O el miedo a lo incierto.
Irse, por el contrario, implica mirar de frente el abismo y decir: “Aquí no florezco”. Implica admitir que no todo vínculo, proyecto o lugar merece nuestra entrega ilimitada. Implica, también, renunciar a la necesidad de demostrar algo. Porque en el fondo, muchas de las luchas que insistimos en pelear ya están perdidas, o peor: ni siquiera son nuestras.
No siempre es cobardía retirarse. A veces es amor propio.
Y el amor propio no grita. No necesita justificarse. No se impone como consigna de autoayuda. Es más bien una conciencia íntima, casi biológica, de que algo no va bien. De que estamos pagando un precio muy alto por sostener lo que ya no nos sostiene. Es ese momento de lucidez en que entendemos que seguir no es avanzar, sino hundirse más.
Hay una romantización del sufrimiento que contamina la forma en que valoramos nuestras decisiones. Como si merecer algo implicara necesariamente haberlo resistido todo. Como si ganarse un lugar implicara sangrar hasta la última gota. Se habla del esfuerzo como virtud universal, sin matices, sin contexto. Pero el esfuerzo ciego también destruye. También enferma. También nos aleja de nosotros mismos.
Irse a tiempo es, entonces, un acto de honestidad brutal. Porque obliga a reconocer lo que ya no funciona. Lo que no fue. Lo que no será. Aceptar que uno puede amar a alguien y aún así tener que soltarlo. Que uno puede admirar un espacio, una causa, una idea... y sin embargo descubrir que permanecer ahí es traicionarse.
No siempre es cobardía retirarse. A veces es una forma de decir: “Merezco paz”. Y esa afirmación, sencilla y contundente, suele ser la más difícil de sostener. Porque implica poner límites. Y los límites no gustan. No a los demás. No a los entornos que se han acostumbrado a nuestra disponibilidad eterna, a nuestra paciencia sin fin, a nuestra renuncia silenciosa.
El que se va no siempre lo hace por debilidad. A menudo lo hace por claridad. Por respeto. Por decisión. Porque entiende que amar no es inmolarse. Que cuidar no es desaparecer. Que comprometerse no significa soportar el abandono disfrazado de rutina.
Y es que hay formas de violencia que no gritan. Que no golpean. Que se filtran en los días y se vuelven normalidad. La indiferencia prolongada. La manipulación sutil. El menosprecio constante. La expectativa de que uno debe adaptarse siempre, callarse siempre, aguantar siempre.
Frente a eso, retirarse es romper la lógica del desgaste. Es afirmar el derecho a una vida que no duela tanto. Que no pese tanto. Que no nos exija morir un poco cada día para cumplir con la idea de “fortaleza”.
El amor propio no es egoísmo. Es la base sobre la cual puede construirse cualquier otro vínculo sano. Y se cultiva en la acción, no en los discursos. En el gesto concreto de decir “no más”. En el silencio firme con el que se cierran algunas puertas. En la distancia que se toma, incluso sin explicaciones, porque ya se dijo todo.
Claro que cuesta. Porque el adiós nunca es indoloro. Porque el desapego es una cirugía sin anestesia. Porque la costumbre crea raíces, aunque sea en tierra estéril. Y porque hay una parte de nosotros que aún espera que las cosas cambien. Que alguien reaccione. Que algo se salve. Pero a veces no se salva nada. Solo uno mismo.
Por eso, retirarse no debería verse como un fracaso. Es, en muchos casos, el comienzo real de un nuevo ciclo. Uno menos heroico quizás, pero más humano. Más justo. Más silencioso también. Pero profundamente transformador.
No siempre es cobardía retirarse. A veces es el mayor acto de valentía: reconocer que mereces una vida donde no tengas que defender tu derecho a estar bien.
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