No siempre se trata de sanar, a veces solo de aprender a convivir con la herida

Durante mucho tiempo, nos han repetido que el objetivo último del dolor es la sanación. Que toda herida debe cerrarse, que el tiempo lo cura todo, que después del golpe viene la luz. Esta idea, reconfortante en la superficie, se ha convertido en una exigencia emocional disfrazada de consuelo. Como si no sanar fuera una falla. Como si vivir con una herida abierta fuera un signo de debilidad, de estancamiento, de falta de evolución.

Pero hay dolores que no desaparecen. No importa cuánto tiempo pase, cuántas palabras se digan, cuántas páginas se escriban. Hay heridas que no buscan curarse, no porque uno se aferre a ellas, sino porque son parte de una historia que no se puede deshacer. Son memorias encarnadas, cicatrices emocionales que laten al ritmo de lo que fuimos, de lo que perdimos, de lo que no pudo ser.

La sanación, en muchos discursos contemporáneos, ha sido convertida en una meta lineal: algo que se alcanza, un punto de llegada. Se promete que, si se hace el trabajo emocional adecuado, si se aplica la terapia correcta, si se tiene suficiente voluntad, eventualmente se logrará “cerrar el ciclo”, “sanar la herida”, “superar el pasado”. Pero la experiencia humana es más compleja que una narrativa de redención. No todo se resuelve. No todo se supera. No todo sana.

Hay pérdidas que no tienen reemplazo, traumas que no encuentran explicación, duelos que no terminan con una etapa de aceptación. Hay dolores que simplemente se integran. No como enemigos, sino como compañeros. Uno no aprende a erradicarlos, sino a reconocerlos cuando regresan, a saber qué hacer cuando se activan, a no pelearse con su presencia, sino a vivir sabiendo que están ahí, como un eco silencioso que nunca se apaga del todo.

Aceptar que no todo se sana no significa resignarse al sufrimiento. No se trata de glorificar el dolor ni de romantizar la herida. Se trata, más bien, de honestidad emocional. De abandonar la fantasía de que el bienestar emocional consiste en una vida sin grietas. Porque a veces, lo más sano que se puede hacer es dejar de luchar contra la herida, y empezar a escuchar lo que nos dice.

El cuerpo lo sabe antes que la mente. Muchas veces, aunque creamos haber superado algo, el cuerpo reacciona: se tensa, se contrae, se enferma. El insomnio, la ansiedad, la falta de aire en momentos inesperados… son recordatorios de que la herida no ha desaparecido, solo se ha desplazado a otro lugar. Y ahí está la clave: no siempre se trata de eliminar el dolor, sino de encontrar maneras de habitarlo.

Convivir con la herida implica aceptar que hay días en que dolerá más, y días en que apenas se notará. Que a veces regresará en forma de un recuerdo, de una canción, de una conversación casual. Que no necesitamos justificar su presencia, ni buscar razones para que se haya quedado tanto tiempo. Solo reconocerla. Darle espacio sin que nos consuma.

Porque hay algo profundamente humano en admitir que no todo se puede arreglar. Que no todos los vínculos rotos se reparan. Que no todas las preguntas tienen respuesta. Que no todos los finales son felices. Y que, aún así, se puede vivir. No como antes, pero vivir al fin.

El aprendizaje, entonces, no radica en eliminar el dolor, sino en transformarlo en parte del paisaje interior. En saber que, aunque la herida exista, también hay espacio para la ternura, para la alegría, para la construcción. No se trata de reemplazar una emoción con otra, sino de sostenerlas juntas, sin que se anulen entre sí.

Esta perspectiva requiere madurez emocional. Porque va en contra de una cultura que nos empuja constantemente hacia la productividad del bienestar. Que mide la salud emocional en términos de funcionalidad, eficiencia, sonrisa. Que penaliza la tristeza crónica, el duelo largo, el dolor silencioso. Que nos obliga a seguir adelante incluso cuando todavía estamos rotos por dentro.

Pero a veces, seguir adelante no significa dejar el dolor atrás, sino llevarlo con uno. Como una segunda piel, como un tatuaje invisible, como una memoria que ya no duele tanto, pero que sigue allí. Y eso también es fortaleza: caminar sabiendo que no estamos completamente enteros, pero aún así avanzar.

No todas las heridas invalidan. Algunas enseñan. Algunas se convierten en brújulas, en señales de alerta, en profundidad emocional. Nos recuerdan quiénes somos, de dónde venimos, qué hemos atravesado. Nos vuelven más empáticos, más comprensivos con el dolor ajeno. Porque cuando uno ha aprendido a convivir con su herida, deja de juzgar la de los demás.

Y tal vez eso sea lo más importante: dejar de exigirnos sanar como condición para ser dignos. Dignos de amor, de compañía, de sentido. Porque no hay que estar completo para merecer estar en el mundo. No hay que haber superado todo para vivir con autenticidad. A veces, la verdadera integridad está en reconocer nuestras partes rotas y, aún así, no escondernos.

La herida, entonces, no es un obstáculo, sino una parte del mapa. No es lo que nos impide ser, sino lo que nos recuerda todo lo que ya hemos sido. Y convivir con ella es, quizás, la forma más madura de resistencia: la de quien ya no busca ser invulnerable, sino genuino.

No siempre se trata de sanar. A veces, simplemente, de encontrar una manera digna de seguir viviendo con lo que dolió.

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