No todo lo que desaparece se ha ido del todo
No todo lo que desaparece se ha ido del todo. Es una afirmación sencilla, pero profundamente inquietante. Porque implica que la desaparición no equivale al olvido, ni la ausencia a la extinción. Que algo —o alguien— puede ya no estar físicamente, pero seguir operando desde las sombras de la memoria, del cuerpo, del inconsciente, de los espacios vacíos que habitó. Hay ausencias que pesan más que presencias. Hay presencias invisibles que condicionan todo, aunque no podamos señalarlas directamente.
Vivimos en una cultura que nos enseña a cerrar, soltar, avanzar. A tachar del mapa lo que se ha ido. Pero el ser humano no funciona por borrado, sino por sedimentación. Lo que nos atraviesa, incluso si lo enterramos, sigue ahí. Las emociones, los vínculos, las experiencias no se eliminan con voluntad; se transforman, se esconden, se filtran. A veces se diluyen, otras se enquistan. Lo que desaparece puede volverse silencio, pero no por eso deja de existir.
Pensemos en un amor que terminó, en un padre que murió, en una casa que dejamos atrás, en una versión de nosotros que ya no reconocemos. A primera vista, parecen cosas que quedaron atrás. Pero en realidad, ¿Cuántas decisiones tomamos por lo que ya no está? ¿Cuántas veces evitamos lugares, personas o palabras porque evocan algo que creemos superado? ¿Cuántas veces reaccionamos a una situación nueva con una emoción vieja que no parece tener lógica, pero que es eco de lo que ya pasó?
Lo que desaparece deja huella. En el lenguaje, en los gestos, en la forma en que nos vinculamos con los demás y con nosotros mismos. A veces, desaparece una persona pero se queda su forma de hablarnos, su juicio, su ausencia como estructura. Desaparece una etapa de la vida, pero se queda el miedo, la carencia, la nostalgia. Se queda, también, la costumbre de protegernos de algo que ya no existe, pero cuyo fantasma seguimos temiendo.
La mente humana es maestra en crear estrategias para sobrevivir a las pérdidas. Algunas de esas estrategias son útiles; otras, nos atan a lo que ya no está. Porque cuando algo desaparece sin ser elaborado —es decir, sin ser entendido, sentido, digerido emocionalmente—, se queda como una presencia muda. Como un archivo abierto que no sabemos cómo cerrar, pero que sigue consumiendo energía.
Esto se ve con claridad en el duelo. No se trata solo de extrañar a quien se fue. A veces se trata de no saber quiénes somos sin esa persona. Porque ciertas presencias configuran nuestra identidad. Y cuando desaparecen, algo de nosotros queda en suspenso. La persona se va, pero el lugar que ocupaba queda marcado, como un hueco que el tiempo no necesariamente llena, sino que simplemente bordea.
En el plano psíquico, muchas de nuestras decisiones están motivadas por ausencias. Algunas conscientes, otras no tanto. Elegimos pareja buscando lo que nos faltó. Buscamos trabajo con el deseo de reparar una inseguridad pasada. Aceptamos o rechazamos afecto según lo que una vez sentimos como carencia. Lo que desapareció nos acompaña, de formas torcidas o sutiles.
Incluso en el plano colectivo sucede. Un país que pierde su memoria histórica sigue habitado por sus heridas. Una comunidad que niega sus traumas los hereda, los repite, los normaliza. Lo que no se elabora no se va. Se transmite. A través del lenguaje, de los gestos, de las omisiones. Por eso, hablar de lo que desaparece es también una forma de resistencia: porque visibiliza lo que quiere ser olvidado, pero no puede.
La idea de que algo desapareció no siempre es cierta, al menos no en términos psicológicos o afectivos. A veces, nombramos como “desaparición” lo que simplemente se transformó. Un vínculo roto puede volverse una lección, una carga, una culpa, una nostalgia. Un lugar abandonado puede seguir definiendo lo que llamamos hogar. Un deseo no cumplido puede seguir latiendo en nuestras decisiones, incluso si ya no lo nombramos. Nada se borra por completo, solo cambia de forma.
Esta persistencia de lo ausente nos confronta con la complejidad del tiempo interno. El calendario no siempre coincide con el alma. Podemos estar en 2025, pero sentirnos atascados emocionalmente en una escena de 2012. Podemos tener una vida nueva, pero seguir arrastrando la sensación de una pérdida antigua. El cuerpo puede haber cambiado, pero el miedo sigue en el mismo rincón del pecho.
El problema no es que lo desaparecido siga ahí. El problema es que, si no lo reconocemos, nos gobierna sin que lo sepamos. Nos atraviesa sin ser procesado. Por eso, la tarea no es olvidar, sino integrar. No es borrar, sino resignificar. Poder decir: esto ya no está, pero me constituye. Esto se fue, pero su huella es parte de lo que soy. Lo importante es que lo ausente no se vuelva tiranía.
A nivel existencial, convivir con lo que ya no está es inevitable. Pero hay una gran diferencia entre llevarlo a cuestas y llevarlo dentro. Lo primero agota, lo segundo transforma. Lo primero es peso muerto, lo segundo es raíz. La memoria duele cuando es negada, pero puede volverse sabiduría si se le da lugar.
Decir que “no todo lo que desaparece se ha ido del todo” es también una forma de recuperar la dimensión simbólica de la vida. En una época que valora lo visible, lo medible, lo inmediato, esta frase nos recuerda que lo invisible también actúa. Que la ausencia es forma de presencia. Que lo importante no siempre está a la vista.
Y en esa conciencia, tal vez podamos vivir de forma más honesta. No pretendiendo estar “superados” ni “vacíos de pasado”, sino habitando con lucidez lo que nos ha formado. No todo lo que desaparece se ha ido del todo. Y tal vez está bien así. Tal vez, aprender a convivir con lo ausente es una de las formas más profundas de madurez.
Comentarios
Publicar un comentario