No todo lo roto necesita arreglarse; algunas grietas enseñan luz


Vivimos en una época obsesionada con la idea de la reparación. Se nos enseña que todo lo roto debe arreglarse, como si la integridad fuese una condición permanente del valor. Los objetos se arreglan, los vínculos se salvan, las emociones se corrigen, y nosotros, cuando estamos mal, debemos volver a estar “bien”. Pero ¿qué significa realmente “arreglarse”? ¿Volver a una versión anterior, más funcional, más estética, más aceptable? ¿Y si algunas fracturas no son errores, sino transiciones?

No todo lo roto necesita ser remendado. Algunas grietas no solo son inevitables, sino necesarias. Nos hacen porosas, vulnerables, abiertas. Y a través de esas fisuras entra algo que, en condiciones intactas, nunca hubiéramos conocido: la luz. No una luz mística, ni una redención automática, sino la claridad que solo ofrece haber pasado por el derrumbe y seguir en pie.

La cultura de la superación personal muchas veces romantiza el dolor, pero también lo niega. Ofrece recetas para curar lo que en realidad necesita espacio, tiempo y escucha. Se nos repite que hay que sanar, como si la sanación fuera una meta con forma de antes, con forma de normalidad. Pero a veces sanar no es cerrar la herida, sino aprender a caminar con ella abierta, con dignidad. Y a veces no se trata de cerrar nada, sino de habitar las grietas con sentido.

Las fracturas —emocionales, espirituales, incluso físicas— son parte de la experiencia de vivir. Perder, fallar, romperse, no son accidentes, son inevitabilidades. El esfuerzo de evitarlas a toda costa es artificial. Lo natural no es la perfección, sino la adaptación. Y muchas veces, la mejor adaptación no consiste en “volver a estar bien”, sino en encontrar una nueva forma de ser a partir de lo que se rompió.

Hay culturas que entienden esto de manera más profunda. El kintsugi, por ejemplo, es una técnica japonesa que repara la cerámica rota con oro. No oculta las grietas; las resalta. Las convierte en parte del objeto, en evidencia de su historia, de su resistencia. Esa filosofía no ve la fractura como algo que se debe disimular, sino como un valor añadido. Como una verdad que brilla.

Pero vivimos en una sociedad donde mostrar grietas es considerado debilidad. Se espera de nosotros que sepamos recomponernos sin que se note. Que hablemos de nuestros procesos solo cuando estén concluidos. Que mostremos heridas solo en forma de cicatriz. Lo que sigue abierto, lo que duele aún, lo que sangra sin causa aparente, incomoda. Porque pone en evidencia lo que todos saben pero prefieren ignorar: que nadie está intacto.

La fragilidad no es lo contrario de la fuerza. Es una condición de existencia. Todo lo que es humano se rompe. Todo lo que siente, se desgasta. Las personas no somos piezas de maquinaria que se pueden calibrar y ajustar. Somos procesos. Y en esos procesos, las grietas pueden ser también puntos de entrada. A la empatía, a la lucidez, al cambio.

Hay personas que descubren su voz cuando se rompe el silencio. Hay vínculos que solo se entienden después del conflicto. Hay duelos que iluminan partes de nosotros que estaban dormidas. Hay dolores que no tienen solución, pero sí sentido. No porque “todo pasa por algo”, como dice la frase vacía, sino porque todo, si se mira de frente, enseña algo. A veces incompleto, a veces sutil. Pero enseña.

Insistir en arreglar lo roto como si fuera una obligación moral o emocional puede ser una forma de violencia. No toda cicatriz debe cerrarse rápido. No toda fisura necesita yeso. A veces el acto más amoroso es dejar que algo permanezca quebrado, pero vivo. Porque en su ruptura revela una verdad. Una historia. Una transformación.

La presión por sanar, por estar bien, por “superarlo”, puede ser una trampa tan cruel como el dolor mismo. Nos hace sentir culpables por no mejorar con rapidez. Nos compara con un ideal de bienestar que es más estético que real. Como si la fragilidad fuera un error de fábrica, y no una parte esencial del diseño humano.

Por eso, esta frase —“No todo lo roto necesita arreglarse; algunas grietas enseñan luz”— no es solo una metáfora poética, sino una verdad ética. Nos invita a abandonar la tiranía de la reparación y a entrar en una lógica más compasiva: la de la aceptación lúcida. No se trata de resignación, sino de madurez emocional. La madurez que reconoce que el sentido no siempre está en lo entero, sino también en lo fragmentado.

Las grietas no se buscan. Nadie elige romperse. Pero una vez que la ruptura ocurre —por pérdida, por trauma, por fatiga, por fracaso— la pregunta no debería ser “¿cómo vuelvo a ser el de antes?”, sino “¿quién soy ahora, con esta nueva forma?”. Porque esa nueva forma, aunque irregular, aunque más lenta o más frágil, puede ser también más honesta.

Es en esa honestidad donde aparece la luz. No en la corrección estética del daño, sino en la verdad de aceptarlo. La luz no es una promesa de final feliz. Es un modo de ver distinto. Una claridad que permite mirar hacia adentro sin temor. Que nos hace más humanos, más capaces de comprender al otro, más atentos a los márgenes.

En un mundo que celebra el éxito, la velocidad y la apariencia, reconocer el valor de lo roto es un acto subversivo. Y también profundamente liberador. Porque nos permite existir sin la carga de la perfección. Nos da permiso para no estar bien del todo. Para hablar desde la herida sin vergüenza. Para ser parte del mundo, incluso mientras sanamos o mientras seguimos aprendiendo a convivir con aquello que no se cura.

No todo lo roto necesita arreglo. A veces, lo que necesita es simplemente ser visto con amor. Escuchado con respeto. Sostenido sin condiciones. Y si alguna luz se filtra por ahí, no será porque “todo pasa por algo”, sino porque, incluso en la grieta más pequeña, puede haber una verdad más grande.

Y eso, quizá, es todo lo que necesitamos.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido