Quizás no sanamos para olvidar, sino para recordar sin que duela
Hay una creencia profundamente arraigada en la idea de sanar: que el objetivo último de cualquier proceso de curación es el olvido. Como si el dolor, para dejar de doler, necesitara desaparecer por completo de la conciencia. Como si sólo fuera legítima la sanación que borra, que limpia, que vuelve neutra la memoria. Pero eso es, quizá, una fantasía más del miedo. La mente humana no olvida por voluntad, y la vida no siempre ofrece ese privilegio. Hay hechos, personas, pérdidas, heridas, que simplemente se quedan. No porque seamos débiles, sino porque somos humanos. Y recordar es también parte de sobrevivir.
Sanar, entonces, no es una operación de borrado. Es una reorganización. Un aprendizaje de cómo sostener el peso de lo vivido sin que nos hunda. Cómo mirar hacia atrás sin rompernos. Cómo dejar de sangrar sin dejar de sentir. Porque hay experiencias que no se disuelven, ni deben disolverse. Hay dolores que no se superan, se transforman. Se incorporan a la arquitectura interna como habitaciones que ya no se habitan, pero que siguen ahí, abiertas.
Decir que uno sana para olvidar es reducir la complejidad del dolor a una línea recta: herida – tratamiento – desaparición. Pero la vida emocional no opera como una medicina exacta. No es lineal, ni predecible. No hay calendario para dejar de doler. Y, en muchos casos, no hay final feliz, solo un modo más llevadero de convivir con lo que pasó. Por eso, quizás no sanamos para olvidar, sino para poder recordar sin que la memoria nos arrastre al mismo punto de quiebre una y otra vez.
Esta diferencia no es menor. Cambia la forma en que entendemos el trauma, la pérdida, la nostalgia, incluso el amor. Porque no todo lo que duele debe ser exiliado de la conciencia. A veces, es necesario integrar ese dolor. Convertirlo en lenguaje. Darle espacio. Hablarlo. Escribirlo. O simplemente dejarlo estar sin tener que justificar su presencia.
El recuerdo no es el enemigo. El enemigo es el dolor crudo, sin nombre, sin forma, sin elaboración. El que vive como un huésped oculto en el cuerpo, filtrándose en los gestos, en los miedos, en los silencios. Sanar es, muchas veces, pasar de ese dolor sin forma a una memoria que podemos mirar de frente. Que nos habla, sí, pero sin gritarnos. Que permanece, pero no como una herida abierta, sino como una cicatriz que ya no duele al tocarla.
Esto no implica romantizar el sufrimiento. Implica entender que olvidar no siempre es posible, y muchas veces tampoco es deseable. Porque lo que fuimos, lo que vivimos, lo que perdimos, también nos constituye. Y negarlo sería amputar partes esenciales de quienes somos. El desafío, entonces, no es borrar, sino comprender. No es fingir que no pasó, sino poder decir: “Pasó, y aquí estoy”.
La cultura del rendimiento emocional insiste en que hay que “pasar página”. Que hay que “soltar”, “cerrar ciclos”, “dejar ir”. Y sí, a veces es necesario. Pero otras veces, esas frases vacías solo añaden presión. Como si aún tuviéramos que justificar que algo nos siga doliendo después de un tiempo. Como si el tiempo fuera una garantía de cura, y no simplemente una medida.
Hay duelos que no tienen fecha de vencimiento. Hay amores que se quedan aunque ya no estén. Hay pérdidas que no se superan, solo se acompañan. En ese sentido, sanar no es una meta, sino un modo de habitar la experiencia. De seguir viviendo, incluso cuando no todo está resuelto.
Recordar sin que duela no significa insensibilidad, significa madurez emocional. Significa haber caminado el proceso necesario —a veces largo, a veces interrumpido— para que el recuerdo deje de ser un disparo y se vuelva una nota de fondo. Que podamos pensar en lo vivido sin que el cuerpo tiemble, sin que la garganta se cierre, sin que la mente escape.
Es ahí donde la sanación adquiere un sentido más profundo. No como negación, sino como transformación. No como silencio, sino como nuevo lenguaje. No como olvido, sino como recuerdo pacificado.
Y tal vez de eso se trata: de reconciliarnos con nuestra historia. Con lo que fue y ya no es. Con lo que no fue y nos hubiera gustado. Con las versiones de nosotros mismos que ya no están, pero que nos hicieron ser lo que somos hoy. Porque sanar también es aprender a mirarnos con compasión, sin exigirnos haber sabido antes lo que ahora sabemos.
Quizás no sanamos para olvidar, sino para poder contar lo vivido sin rompernos. Para poder caminar por los mismos lugares sin que nos ahogue la nostalgia. Para poder ver una fotografía, escuchar una canción, cruzarnos un perfume, y respirar hondo sin derrumbarnos.
Quizás no sanamos para olvidar, sino para poder seguir amando desde otro lugar: más consciente, más libre, más entero. Aunque sea desde la ausencia. Aunque sea con un poco de dolor.
Y eso, quizás, es lo más humano de todo.
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