A veces crecer duele porque estás dejando atrás partes de ti que amabas

Crecer no siempre es avanzar. A veces, crecer se parece más a despojarse, a ir quedando reducido a la esencia de lo que uno realmente es. Y, sin embargo, nadie nos advierte que en ese proceso hay pérdidas que no se sienten como un alivio, sino como amputaciones invisibles.

Lo que duele del crecimiento no es solo lo que se gana —las responsabilidades, las expectativas, los miedos nuevos—, sino lo que se deja atrás. Duelen las versiones de ti que ya no existen, las que amaban con ingenuidad, las que creían que todo podía arreglarse con un abrazo o con una noche de sueño profundo. Duele abandonar las certezas que alguna vez te sostenían, las ideas con las que te protegías, las ilusiones que te mantenían de pie.

Hay un punto en el camino en el que descubres que crecer no significa acumular, sino soltar. Soltar creencias, personas, lugares, hasta sueños que ya no encajan contigo. Y lo más desconcertante es que muchas de esas partes que dejas atrás eran también cosas que amabas profundamente. Por eso duele tanto: no es un desprendimiento de lo que te dañaba, sino de fragmentos de ti que te definían, que te hacían reconocible para ti mismo.

Es una forma silenciosa de duelo. El duelo por el niño que fuiste, por la persona que no pudiste llegar a ser, por las promesas que te hiciste y que ya no podrás cumplir. La adultez se construye sobre despedidas invisibles, sobre la aceptación de que hay caminos que no tomarás y vidas que no vivirás. Y, sin embargo, nadie nos enseña a llorar esas pequeñas muertes, porque socialmente confundimos crecer con triunfar.

Crecer, entonces, se convierte en una paradoja. Nos enseñan a avanzar, pero no a sostener el peso de lo que dejamos atrás. Nos dicen que debemos “ser mejores”, pero no nos explican cómo convivir con el vacío que dejan las partes de nosotros que se van quedando en el camino. Y ahí está la trampa: madurar no es fortalecerse, es aprender a caminar con las ausencias propias.

A veces, esas ausencias pesan más que cualquier derrota. Porque en el fondo, no se trata solo de dejar ir, sino de reconstruirse sin perder el hilo de quién eres. Aprender a reconocerte sin aquellas pasiones que ya no te mueven, sin las certezas que ya no crees, sin la versión de ti que ya no volverá. Y eso, aunque duela, es necesario.

Quizá crecer no se trate de alcanzar una versión más “plena” de ti mismo, sino de aprender a habitar tus contradicciones. De reconciliarte con las partes de ti que tuviste que dejar en el pasado. De mirar atrás con ternura, sin quedarte atrapado allí. Porque si crecer duele, es porque significa transformarse. Y toda transformación implica, inevitablemente, pérdida.

El verdadero desafío está en comprender que soltar no es olvidar, y que amar lo que fuiste no impide convertirte en lo que aún no eres. La memoria de tus versiones pasadas puede doler, pero también es la brújula que te recuerda de dónde vienes. Crecer, al final, es eso: aprender a convivir con todos los “tú” que has sido, incluso con aquellos que extrañas.

Crecer no es una línea ascendente; es una fractura constante. Nos han hecho creer que la madurez es una suma, un proceso de acumulación de experiencias, logros y certezas. Pero con el tiempo se comprende que crecer es, sobre todo, restar: soltar pieles, desarmar convicciones, despedirse de versiones de uno mismo que ya no caben en el presente. Y no hay ecuación más dolorosa que esa: perder partes de ti que alguna vez amaste para poder seguir existiendo.

El problema es que nadie nos enseña que madurar implica una serie de pequeños exilios personales. No solo dejamos atrás lugares, personas o etapas; nos dejamos atrás a nosotros mismos. El “yo” que confiaba, que creía, que soñaba sin miedo, queda detenido en algún punto del camino. A veces lo miramos desde lejos y sentimos nostalgia; otras, sentimos culpa por haberlo abandonado. Pero seguir creciendo exige renunciar a esa comodidad, incluso cuando no queremos hacerlo.

Lo más difícil es aceptar que muchas de esas partes que dejamos no eran errores, no eran lastres. Eran fragmentos de nuestra identidad, rincones íntimos que nos hacían reconocibles. Amábamos la forma en que nos entregábamos, la inocencia con la que creíamos, la pasión con la que defendíamos ciertas ideas. Sin embargo, la vida nos empuja a desprendernos de ellas como quien arranca una venda vieja, aunque siga adherida a la piel. No porque hayan dejado de ser valiosas, sino porque ya no pueden sostenernos.

Crecer, en ese sentido, es aprender a traicionarse un poco. A reconocer que no podemos ser quienes fuimos y, al mismo tiempo, convertirnos en quienes necesitamos ser. Es aceptar que la estabilidad que buscamos exige renunciar a ciertas intensidades, que la calma muchas veces nace del desarme, y que la lucidez llega acompañada de la pérdida.

Por eso duele tanto: porque el crecimiento es un acto de violencia silenciosa sobre el propio pasado. No hay transición indolora entre las distintas versiones de uno mismo. Cada paso hacia adelante supone un duelo por las promesas incumplidas, por los caminos que no tomaremos, por las personas que dejamos y, sobre todo, por las emociones que ya no sentimos de la misma manera. No se trata solo de aprender a vivir con las ausencias ajenas; también con las propias.

Quizá el verdadero reto no está en “dejar ir”, como se repite tanto, sino en reconciliarse con lo que dejamos. Entender que lo que amamos sigue habitándonos, aunque ya no sea visible. Porque crecer no borra; reorganiza. La versión que somos hoy no existiría sin todas las versiones que fuimos. Pero aceptar esto no evita la punzada de la nostalgia; simplemente nos recuerda que la vida no es una línea recta, sino un mapa lleno de cicatrices que nos devuelven a nosotros mismos.

Crecer duele, sí, pero también revela una verdad que solo se comprende cuando uno se atreve a mirarse con honestidad: no somos una única identidad, sino una sucesión de ellas, todas superpuestas, todas coexistiendo en tensión. Y cada vez que creemos “perder” una parte de nosotros, en realidad la estamos transformando en otra cosa. En el fondo, seguimos habitando cada despedida, aunque el presente insista en obligarnos a continuar.


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