El amor no muere, solo cambia de lugar dentro de nosotros
Decir que el amor muere es una manera fácil de simplificar algo demasiado complejo. La realidad es más sutil, más dolorosa y también más verdadera: el amor no desaparece, solo se mueve, se transforma, se acomoda en rincones inesperados de la memoria y del cuerpo. Lo que alguna vez fue impulso ardiente puede volverse una sombra tranquila, un eco que no incomoda pero tampoco se borra. El amor, cuando parece extinguirse, en realidad está cambiando de habitación dentro de nosotros, como un huésped que decide vivir en silencio en vez de marcharse.
Está en los gestos que repetimos sin darnos cuenta, en los lugares que evitamos visitar porque nos recuerdan demasiado, en las palabras que dudamos en pronunciar porque alguna vez fueron compartidas. No se esfuma: se infiltra en los hábitos, en la nostalgia, en esa forma de mirar el mundo con una tonalidad distinta. Incluso cuando creemos haber dejado atrás a alguien, lo que dejamos es la forma en que ese amor se expresaba, no su esencia. La energía persiste, como si el corazón se negara a aceptar que lo vivido no puede simplemente evaporarse.
El amor no muere porque, de algún modo, se convierte en otra cosa: aprendizaje, herida, ternura silenciosa, resistencia. Cambia de lugar y de forma, a veces con la delicadeza de una brisa que apenas se percibe, otras con la crudeza de un peso que aprieta el pecho. Lo cierto es que siempre encuentra un modo de seguir existiendo. Podemos disfrazarlo de indiferencia, enterrarlo bajo capas de rutina, o empujar su recuerdo a la esquina más lejana de la mente, pero basta un olor, una canción o un silencio demasiado prolongado para que vuelva a mostrarse, como si nunca se hubiera ido.
Y tal vez ese sea el castigo y la gracia del amor: su capacidad de permanecer en mutación constante. Lo que sentimos no muere porque no está hecho de carne, ni de tiempo, ni siquiera de promesas. Está hecho de huellas, de resonancias. Cambia de lugar para sobrevivir, para no asfixiarnos del todo y tampoco liberarnos por completo. Nos recuerda que amar no es solo un acto del presente, sino una forma de perpetuarse en nosotros aun cuando lo concreto ya no existe.
Así, aprendemos que convivir con el amor es aceptar sus metamorfosis. No siempre nos calienta ni nos salva, a veces solo nos acompaña desde el silencio de un recuerdo o desde el filo de una ausencia. El amor no muere porque está inscrito en nosotros con la misma obstinación con que el cuerpo guarda cicatrices: no desaparece, pero ya no duele igual. Simplemente ocupa otro lugar, uno que tal vez no elegimos, pero que inevitablemente forma parte de quienes somos.
Comentarios
Publicar un comentario