El tiempo no borra todo, pero enseña a mirar distinto

Existe una creencia popular que se repite como consuelo automático: “el tiempo lo cura todo”. La frase circula como un bálsamo que pretende aliviar, pero en el fondo es engañosa. El tiempo no borra, no elimina, no arranca de raíz lo vivido. Lo que hace es distinto: transforma la manera en que miramos aquello que nos marcó. Las heridas permanecen, los recuerdos siguen ahí, pero la perspectiva cambia. Y en ese cambio se encuentra, más que una cura, una nueva forma de relación con lo que duele.

Cuando un acontecimiento irrumpe con fuerza —la pérdida de alguien, una traición, una despedida abrupta, un fracaso inesperado— la experiencia se impone con crudeza. Todo parece absoluto, definitivo, imposible de soportar. En esos primeros momentos, el dolor ocupa el centro y no deja espacio para nada más. Creemos que nunca podremos vivir sin esa carga. Y, en parte, es cierto: no desaparece, no se evapora con el paso de los días. Pero lo que sí sucede es que, poco a poco, la mirada que tenemos sobre ese hecho cambia de lugar.

El tiempo no borra porque borrar sería negar, sería hacer como si nada hubiera ocurrido. Y lo ocurrido, aunque duela, nos constituye. Arrancar la memoria de lo que nos marcó sería arrancar también una parte de lo que somos. Lo que hace el tiempo es diferente: enseña a mirar desde otros ángulos. Allí donde antes solo había herida, con los años aparece contexto, aprendizaje, incluso cierta ternura hacia quien fuimos en ese instante de dolor.

El tiempo, en ese sentido, no es un médico que sutura ni un juez que dicta sentencia definitiva. Es más bien un maestro silencioso que nos obliga a releer lo vivido. La primera lectura de un acontecimiento suele ser brutal, limitada, atravesada por la inmediatez de la emoción. Pero cada año, cada experiencia nueva, nos permite volver sobre ese mismo recuerdo con ojos distintos. Y aunque el hecho no cambie, nuestra manera de entenderlo se reconfigura.

Un duelo, por ejemplo, nunca se borra. La ausencia de un ser querido no se sustituye ni se elimina. Lo que sí cambia es la forma de habitar esa ausencia: al principio es pura herida abierta, después se convierte en nostalgia, y más tarde en una memoria que, aunque doliente, puede llegar a ser luminosa. Lo mismo ocurre con una pérdida amorosa o una derrota personal: no desaparece, pero se vuelve un capítulo más dentro de un libro más amplio.

Ese movimiento de la mirada es lo que permite seguir viviendo. No porque olvidemos —esa es la gran falacia del “tiempo lo cura todo”—, sino porque aprendemos a mirar con menos desesperación, con menos urgencia de resolver lo irresoluble. La memoria se asienta, se decanta como un vino que, con los años, pierde la aspereza inicial y revela otros matices.

Por eso el tiempo no hay que entenderlo como una goma de borrar, sino como un prisma. Al pasar los días, los meses, los años, lo que duele pasa por ese prisma y refleja nuevos colores. El mismo recuerdo, pero visto desde otra luz, adquiere significados inesperados. Donde antes había solo pérdida, más tarde se descubre enseñanza. Donde había reproche, con el tiempo puede aparecer comprensión. Donde había rabia, quizá un día llegue la calma de aceptar lo que fue y lo que no pudo ser.

Este proceso no es automático ni lineal. Hay memorias que nunca se suavizan del todo, heridas que se reabren al menor roce. Pero incluso esas, con el paso del tiempo, cambian de textura. Lo insoportable se vuelve soportable; lo intolerable, parte del paisaje interior. Y aunque duela, ya no duele igual.

Esa es, en el fondo, la lección más honesta del tiempo: no se trata de borrar ni de sanar por completo, sino de aprender a mirar distinto. A entender que las cicatrices no son un error a corregir, sino parte del mapa que nos cuenta por dónde hemos pasado. Que no todo dolor se supera, pero sí puede transformarse en otra cosa.

El tiempo, entonces, no es un aliado pasivo. No basta con esperar a que pase: es necesario vivirlo, atravesarlo, permitir que la experiencia decante. Porque lo que realmente nos cambia no son los años por sí mismos, sino lo que hacemos con ellos. La mirada distinta no aparece por simple cronología, sino porque en ese tránsito hemos acumulado otras experiencias que nos permiten reinterpretar lo viejo desde lo nuevo.

Así, cada recuerdo se reescribe sin desaparecer. No se borra la pérdida, no se elimina la traición, no se olvida el fracaso. Pero lo que antes era un muro puede volverse un espejo. Lo que era solo herida puede convertirse en advertencia, en aprendizaje, en recordatorio de lo que somos capaces de resistir.

El tiempo, en definitiva, no nos libra de lo vivido, pero nos regala distancia. Y esa distancia, más que un olvido, es una perspectiva: la posibilidad de mirar lo mismo con otros ojos.

Quizá esa sea la verdadera cura: no que el pasado se borre, sino que deje de gobernarnos con la misma intensidad. Que podamos recordarlo sin sentir que estamos atrapados allí. Que podamos decir: “sí, me pasó, me dolió, me marcó, pero hoy lo miro distinto”.

Porque en el fondo, lo que salva no es el paso del tiempo, sino la capacidad de transformar la mirada.

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