Hay despedidas que se dicen sin pronunciar ninguna palabra
No todas las despedidas ocurren frente a una puerta, con abrazos torpes o promesas que nadie cumplirá. Algunas suceden en silencio, mucho antes de que los cuerpos se separen. A veces se despide primero la mirada, que deja de buscar la del otro. O lo hace la voz, que empieza a guardar las palabras en vez de entregarlas. La distancia, entonces, no se mide en pasos ni en geografías, sino en los gestos que se apagan. El adiós comienza mucho antes de que se pronuncie y, a veces, ni siquiera llega a pronunciarse.
El silencio en estas despedidas no es ausencia de lenguaje; es un lenguaje distinto, más crudo y más honesto que cualquier frase. Hay cosas que no pueden decirse sin romperlas, y por eso se callan. Pero ese callar no es neutral: es un acuerdo tácito entre dos presencias que saben que ya no pueden ser las mismas. Y sin embargo, aunque no haya palabras, el cuerpo lo sabe. Se despide el roce que ya no ocurre, el hábito que empieza a vacilar, la risa que antes era espontánea y ahora parece ensayada. Es un desmantelamiento lento, casi imperceptible, como cuando se apaga una luz sin que nadie note el momento exacto en que dejó de alumbrar.
Lo doloroso de estas despedidas no está en el acto de irse, sino en la consciencia de que algo ya se ha ido mucho antes de marcharse. Son finales invisibles, silencios que gritan sin levantar la voz, ausencias que ocupan más espacio que la presencia. Nadie dice nada, y sin embargo todo está dicho. Nadie nombra la fractura, pero la fractura ordena cada palabra, cada gesto, cada mirada que aún se intercambia por inercia.
Quizá estas son las despedidas más difíciles, porque no tienen un cierre claro ni un momento preciso que puedas señalar como el punto de quiebre. Son transiciones que se arrastran durante días, semanas o años, hasta que un día descubres que ya no habitas el mismo lugar, aunque tu cuerpo siga ahí. Uno deja de pertenecer antes de irse, y eso duele más que cualquier distancia física.
Al final, lo que no se dice pesa tanto como lo que se calla. Y quizá por eso estas despedidas resultan más devastadoras: porque al no pronunciarse, permanecen abiertas, inacabadas, como una herida que no termina de cicatrizar. Se sigue habitando un espacio que ya no existe, sosteniendo un diálogo que ya no ocurre, esperando respuestas a preguntas que nadie se atreverá a formular.
Hay despedidas que no hacen ruido, pero dejan ecos. Y esos ecos, paradójicamente, son los que más tardan en desaparecer.
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