Hay momentos donde respirar ya es suficiente victoria
La sociedad nos repite sin descanso que debemos aspirar siempre a más: más productividad, más éxito, más metas cumplidas, más pasos dados. Vivimos midiendo el valor de un día por la cantidad de tareas completadas, como si la vida fuera una tabla de resultados. Bajo ese esquema, los logros visibles —los que se pueden mostrar, fotografiar o presumir— son los que cuentan. Lo demás queda reducido al ámbito privado, casi invisible, como si careciera de importancia.
Pero hay momentos en los que esas métricas dejan de tener sentido. Cuando la mente está saturada, el cuerpo agotado o el alma rota, las metas cambian. Lo que antes parecía básico, automático, casi inconsciente, se convierte en un desafío. En esos días, respirar no es solo un acto fisiológico: es una afirmación de que, a pesar de todo, uno sigue aquí.
Esos momentos no son épicos. Nadie aplaude a quien sobrevive a un día difícil sin derrumbarse del todo. No hay trofeos ni medallas por levantarse de la cama cuando el peso emocional parece triple. No hay titulares que celebren a quien, en medio de una tormenta interna, logra hacer algo tan “mínimo” como tomar aire, sostenerlo y dejarlo ir.
Y sin embargo, para quien lo vive, es una victoria que no admite comparación. No por grandiosa, sino por necesaria. Porque cuando todo parece derrumbarse, cada respiración es un puente diminuto que une el presente con la posibilidad de un futuro.
Respirar, en esos instantes, es más que oxigenar la sangre: es decirle al cuerpo y a la mente que seguimos negociando con la vida, aunque no tengamos energía para más. Es un pacto mínimo, pero vital: “No puedo con todo, pero puedo con este segundo”.
El problema es que este tipo de victorias son invisibles para los demás. Quien nunca ha estado en ese estado no entiende que, en ciertos días, la supervivencia no se mide por lo logrado, sino por la capacidad de no rendirse del todo. El juicio ajeno —ese que siempre pide más, que exige “salir adelante” rápido— suele confundir resistencia con pereza, calma con pasividad, pausa con derrota.
La verdad es que llegar a la noche habiendo respirado, aunque sea entre lágrimas, es un triunfo silencioso. Un triunfo que no presume, que no se grita, que no se enmarca. Es una victoria íntima, que se siente en el pecho y se recuerda en la piel.
Respirar, en estos casos, es también un acto de rebeldía. Rebelarse contra la presión de “estar bien” siempre, contra el mandato de “hacer más” incluso cuando se está roto. Es permitirse existir sin justificar cada segundo. Es aceptar que hoy no habrá grandes avances, pero habrá un hilo de vida que nos mantenga conectados.
Con el tiempo, esos días de victoria mínima enseñan algo esencial: la vida no siempre se gana a lo grande. A veces se gana en cuotas pequeñas, casi imperceptibles. Y reconocerlo no es resignación, sino lucidez. Porque solo quien ha estado al borde sabe que la respiración, ese gesto automático, puede convertirse en un salvavidas.
Cuando llega uno de esos días, no hace falta pensar en todo lo que falta. Basta con contar la siguiente inhalación. Luego la siguiente. Y, poco a poco, el acto de respirar se convierte en la medida exacta del presente. Nada más, nada menos.
Así, la victoria deja de ser un resultado medible por estándares ajenos y se convierte en un acto privado de perseverancia. Un recordatorio silencioso de que, aunque parezca poco, seguir respirando ya es suficiente. Y que, tal vez, eso sea lo único que importa en ciertos momentos: sostener el hilo de vida hasta que las fuerzas vuelvan.
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