Hay verdades que no se dicen por miedo a que cambien todo


Hay verdades que se saben. Se sienten en la piel, se alojan en la garganta, laten con fuerza en el pecho cada vez que el silencio se alarga más de la cuenta. No necesitan ser dichas para existir. Y sin embargo, decirlas cambiaría todo. Esa es su fuerza. Y también su amenaza.

Vivimos en un mundo que valora la claridad, la transparencia, la comunicación honesta. Pero en la práctica, muchas veces elegimos callar. No por cobardía necesariamente, sino por cálculo, por prudencia, por amor, por miedo. Porque hay verdades cuya sola presencia puede desarmar estructuras enteras: vínculos, rutinas, autoimágenes, decisiones largamente sostenidas por la inercia. Algunas verdades no solo iluminan: también incendian.

Hay silencios que no niegan, solo contienen. Una verdad que no se dice no deja de ser verdad; solo queda suspendida en el tiempo, como una bomba sin detonar. Y esa suspensión se convierte en una forma de control: si no la digo, aún conservo intacto lo que podría romperse al nombrarla. La casa sigue en pie, la relación se mantiene estable, el trabajo no se ve comprometido, el orden no se altera.

Pero el precio de no decir una verdad es alto. Porque se empieza por callar lo que duele, y se termina silenciando lo que uno es. La autocensura se disfraza de paz, pero en realidad es una tregua tensa con uno mismo. Una verdad no dicha no desaparece; simplemente cambia de forma: se convierte en insomnio, en distanciamiento emocional, en irritación sin causa aparente, en un cansancio que no se explica con trabajo ni con horas.

La postergación de la verdad suele justificarse con frases como “no es el momento”, “no quiero hacer daño”, “tal vez más adelante”. A veces son excusas válidas. Hay verdades que necesitan madurar antes de ser compartidas. Pero otras veces esos pretextos son solo barreras que erigimos para no asumir el impacto de lo inevitable. Porque sabemos, en el fondo, que decir lo que se tiene que decir es un punto de no retorno.

Y es que las verdades tienen el poder de desordenar. Decir “ya no te amo”, “me siento vacío”, “esto no funciona”, “necesito irme”, “me mentí por años”, puede provocar rupturas, dolor, confusión. Pero también tienen el poder de limpiar. Porque lo que se rompe con una verdad muchas veces ya estaba roto en silencio. Lo que cae tras ser dicho, en realidad solo se sostenía por el miedo.

Entonces, ¿qué es más peligroso: decir la verdad o sostener la mentira? La respuesta no es simple. Cada situación implica variables distintas: afectos, responsabilidades, consecuencias. Hay verdades que no se dicen por respeto, por amor, por límites éticos. Pero muchas otras no se dicen por costumbre al autoengaño o por terror a la incomodidad.

Y, sin embargo, lo que se evita termina encontrando salida. Tarde o temprano, lo no dicho se filtra. En los gestos, en los silencios largos, en la falta de entusiasmo, en la desconexión emocional. Las verdades se insinúan incluso cuando no se pronuncian. A veces el otro ya la intuye, solo que nadie se atreve a nombrarla. Porque hacerlo implica tomar responsabilidad: no solo por lo que uno siente, sino por lo que ese acto puede desencadenar.

Hay una dimensión ética en decir la verdad. Pero también la hay en callarla. No toda verdad tiene que ser dicha, pero sí examinada. Porque el silencio también comunica. Y porque a veces lo que más daño hace no es la verdad en sí, sino la sensación de que se nos niega algo esencial, que se nos priva de una realidad que ya presentimos.

El miedo a que “todo cambie” no es infundado. La verdad transforma. No siempre destruye, pero siempre mueve. A veces libera, a veces exige. A veces pone fin a algo, a veces permite que algo nuevo empiece. El punto es que no hay verdad sin consecuencia. Pero tampoco hay mentira sin costo.

Y quizás la mayor tragedia no sea la pérdida que una verdad puede provocar, sino el desgaste acumulativo de sostener una realidad que ya no tiene sentido. En esos casos, callar no es preservar, es condenar. Es mantener con vida algo que solo sobrevive porque se lo mantiene en la sombra.

En un mundo que idealiza la estabilidad, muchas verdades parecen una amenaza. Pero en lo más profundo, quizás no hay mayor estabilidad que la de ser fiel a lo que uno sabe, aunque duela, aunque incomode, aunque signifique cambiar de camino. No se trata de decir todo sin filtro ni de herir por honestidad mal gestionada. Se trata de reconocer que vivir en la verdad es, a veces, el acto más digno que podemos ofrecernos.

Hay verdades que no se dicen por miedo a que cambien todo. Y sí, algunas lo harían. Pero también hay silencios que, al perdurar, lo cambian todo igual… solo que más lento, más confuso, más doloroso. El riesgo no está en que la verdad transforme, sino en que el silencio prolongado nos transforme en alguien que ya no se reconoce a sí mismo.

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