Lo más difícil no fue perderlo, fue seguir siendo yo sin eso
Perder algo —o a alguien— es un acto instantáneo, aunque las consecuencias duren una vida entera. La pérdida en sí suele ser un momento preciso, un antes y un después. Un día está, al siguiente ya no. Pero lo que sigue es mucho más largo y silencioso: reconstruir la vida sin aquello que parecía inseparable de nosotros.
La frase que más escuchamos en tiempos de duelo es “vas a aprender a vivir sin eso”. Lo que casi nadie dice es que no se trata solo de aprender a vivir, sino de aprender a ser. Porque cuando algo o alguien ha formado parte esencial de nuestra identidad, su ausencia no deja un hueco estático: deja un vacío que obliga a replantear quiénes somos.
El problema es que lo que perdemos no siempre es solo “algo externo”. Puede ser un lugar, un trabajo, una persona, un sueño… pero con cada uno de ellos, perdemos también la versión de nosotros que existía en relación con eso. Y ahí está lo verdaderamente difícil: no en la pérdida del objeto o la persona en sí, sino en la pérdida de la versión de nosotros que se sostenía en esa presencia.
Es más fácil sustituir una rutina que redefinir un sentido. Más sencillo encontrar otra casa que aprender a habitarse a uno mismo sin la idea de hogar que se tenía antes. Cambiar de trabajo puede ser incómodo, pero más complejo es dejar de verse como el “profesional” que uno era en ese contexto. Terminar una relación puede doler, pero lo realmente devastador es perder el reflejo de uno mismo que existía en los ojos del otro.
En ese proceso, la pregunta “¿quién soy ahora?” se convierte en una compañía constante. Y a veces, no hay respuesta inmediata. Lo más complicado no es aceptar que algo se fue, sino reconocer que, de alguna manera, nosotros también nos fuimos con ello. Lo que queda es un cuerpo que funciona, una mente que intenta adaptarse, y una identidad que se siente suspendida en el aire.
Este momento de suspensión es peligroso. Puede llevarnos a buscar sustitutos apresurados, a aferrarnos a cualquier cosa que nos devuelva una sensación de solidez, aunque sea ficticia. Pero también puede ser una oportunidad —dolorosa, sí— para construir un yo menos dependiente de lo que se puede perder.
No significa negar el vínculo que existió, ni minimizar el dolor. Significa aceptar que, si queremos seguir viviendo, necesitamos encontrar formas de ser que no estén atadas únicamente a aquello que ya no está. Es una labor de artesanía interna: reconocer las piezas que quedan, decidir cuáles se conservan, cuáles se transforman, y cuáles se sueltan definitivamente.
El riesgo está en que, si nos aferramos demasiado a la identidad que teníamos antes, convertimos la ausencia en un ancla. El dolor deja de ser un proceso y se convierte en una residencia. Y así, en lugar de honrar lo que fue, nos quedamos atrapados en lo que ya no puede volver.
Seguir siendo uno mismo después de una pérdida no significa ser idéntico a lo que se era. Significa rescatar la esencia, pero aceptar que la forma cambia. Es entender que hay núcleos de nuestra identidad que pueden sobrevivir, pero que otros necesariamente se transformarán. Y que esa transformación no es traición a lo que fuimos, sino evolución obligada por la vida.
No todos los cambios elegimos vivirlos; algunos nos son impuestos. Y en esos casos, la fuerza no está en evitar que ocurran, sino en permitirnos reconstruirnos sin perder la dignidad de lo que fuimos. No se trata de “superar” en el sentido de olvidar, sino de integrar lo perdido de una manera que nos permita seguir avanzando.
Porque, en el fondo, lo que más nos asusta no es la ausencia, sino la sensación de disolución. Sentir que, sin aquello, también nosotros dejamos de existir en la forma en que nos conocíamos. Aprender a ser sin eso no es solo una cuestión emocional, sino de supervivencia identitaria.
Lo más difícil no fue perderlo. Lo más difícil es que, desde entonces, todo lo que soy parece incompleto, como si siempre faltara una palabra para terminar la frase que me define. Y aun así, el desafío es vivir con esa frase inconclusa, permitiendo que con el tiempo, tal vez, encuentre un nuevo final.
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