No todo lo que brilla es esperanza; a veces es solo una ilusión bien iluminada
La luz engaña. Siempre lo ha hecho. Lo brillante tiene la capacidad de seducir, de deslumbrar lo suficiente como para ocultar lo que yace detrás de su resplandor. Así funcionan los espejismos en el desierto: prometen agua donde solo hay arena ardiente. Y así también funcionan muchas de las esperanzas que nos inventamos: aparecen como faros, pero en realidad son lámparas decorativas que apenas iluminan lo superficial, sin aportar sustancia.
El peligro está en que confundimos brillo con verdad. Creemos que lo que se muestra luminoso contiene, de algún modo, la posibilidad de salvarnos. Una palabra amable, una promesa vaga, una oportunidad que parece abrirse en medio de la incertidumbre… todas estas luces tienen el poder de sostenernos un tiempo, aunque a veces no sean más que reflejos. El corazón, hambriento de sentido, se aferra a esos destellos sin detenerse a preguntar de dónde provienen.
La ilusión, en su esencia, no siempre es enemiga. Puede sostenernos en momentos de oscuridad, puede darnos un respiro mientras atravesamos un terreno árido. Pero el problema surge cuando la ilusión es confundida con esperanza genuina. La primera está hecha de proyecciones, de deseos sin cimientos; la segunda se construye con acciones, con realidades que se gestan en lo profundo, aunque no brillen tanto. Una ilusión es fuegos artificiales: deslumbra por segundos. La esperanza, en cambio, es una brasa constante que no necesita espectáculo para perdurar.
Lo trágico es que nos resulta más fácil abrazar la ilusión. Es más atractiva, más inmediata, más ligera. Nos ofrece lo que anhelamos sin exigir demasiado. La esperanza verdadera, por el contrario, requiere paciencia, resistencia y una aceptación de la incertidumbre. La ilusión es promesa sin garantía; la esperanza es compromiso con lo posible, incluso cuando no se ve. Por eso, tantas veces preferimos quedarnos con lo que brilla, aunque sepamos en el fondo que solo es una luz artificial.
La cultura, la sociedad, incluso nuestras propias rutinas, alimentan este espejismo. Nos venden la idea de que cualquier destello basta para sostenernos: un nuevo inicio, una frase motivadora, una apariencia de cambio. Pero lo brillante, cuando carece de profundidad, no tarda en mostrar su carácter frágil. Como los metales baratos que parecen oro, la ilusión termina desgastándose con el roce de la vida real. Y cuando eso ocurre, la caída suele doler más que la oscuridad inicial, porque ya no solo enfrentamos la falta de luz, sino también la decepción de haber confiado en un reflejo.
Sin embargo, hay un matiz que no conviene ignorar: la ilusión, aunque no sea esperanza, cumple una función. Puede ser engañosa, pero también puede ser puente. A veces necesitamos de esa luz provisional para reunir fuerza suficiente y seguir caminando, aunque más adelante descubramos que no era tan sólida como parecía. El problema no está en que exista, sino en nuestra incapacidad de distinguirla. En creer que todo lo que deslumbra puede salvarnos.
La verdadera sabiduría quizá consista en aprender a mirar más allá del brillo, en entrenar los ojos para distinguir entre la luz que solo encandila y la que de verdad alumbra el camino. Porque no todo lo que brilla abre futuro; algunas luces solo están ahí para distraernos, para entretenernos mientras la oscuridad avanza. Y no hay trampa más peligrosa que confundir un destello fugaz con el amanecer.
Al final, la esperanza no necesita reflectores. No siempre deslumbra, ni se muestra evidente. Muchas veces es apenas una chispa escondida en lo más íntimo, un latido tenue que insiste en mantenerse, incluso cuando nadie lo ve. Lo que brilla demasiado, en cambio, casi siempre es ilusión. Y aunque por un momento pueda hacernos creer en algo, tarde o temprano nos enfrenta a la verdad: que no toda luz ilumina, y no todo resplandor guía.
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