No siempre extrañas a la persona, sino la forma en que te hacía sentir


A veces creemos que extrañamos a alguien, pero la realidad es que no siempre es la persona lo que nos falta, sino la forma en que nos hacía sentir. La memoria es traicionera y la nostalgia aún más; juntas construyen una ilusión donde idealizamos momentos, distorsionamos emociones y confundimos los recuerdos con amor. No lloramos tanto por quien se fue, sino por lo que despertaba en nosotros cuando estaba presente. No siempre es el otro, muchas veces somos nosotros buscando desesperadamente una versión de nosotros mismos que ya no existe.

La mente se aferra a esas sensaciones como si fueran irrepetibles: la seguridad de ser visto, la emoción de ser deseado, la calidez de sentirnos importantes para alguien. Pero lo que extrañas no es necesariamente a esa persona, sino la forma en que lograba activar en ti emociones que creías inalcanzables por ti mismo. Esa felicidad, esa validación, esa tranquilidad no provenían de ellos; estaban dentro de ti, solo que no te diste cuenta en su momento. Creíste que eran dueños de tu alegría cuando en realidad solo la reflejaban. Y ahí empieza la trampa: cuando alguien se va, sientes que también te arrebatan una parte de tu identidad, como si ya no pudieras volver a ser esa versión tuya que brillaba cuando esa persona estaba cerca.

El problema es que confundimos estímulo con esencia. Queremos recuperar lo que sentimos y pensamos que la única forma de hacerlo es volviendo a quien nos lo provocaba, pero lo que intentamos rescatar no es a la persona, sino al “yo” que existía en aquel instante. Esa versión nuestra murió con esa etapa, y por eso, aunque intentemos revivir relaciones pasadas, rara vez funciona. Buscamos recrear un momento emocional en un presente donde todo es diferente: ellos cambiaron, nosotros también, y las circunstancias ya no son las mismas. La nostalgia no quiere recuperar el pasado, quiere recuperar la sensación, y eso es lo que duele: comprender que lo que añoras no es tangible, que lo que buscas ya no existe.

La sociedad, además, nos ha enseñado a romantizar el apego. Nos han vendido la idea de que amar significa necesitar, que la ausencia es sinónimo de amor profundo, que el dolor es prueba de que algo fue real. Pero muchas veces lo que sentimos no es amor, es dependencia emocional disfrazada. Nos aferramos a la mirada del otro porque hemos aprendido a medir nuestro valor a través de ella. Cuando esa mirada desaparece, creemos que dejamos de existir, como si nuestra identidad dependiera de alguien más. En realidad, no extrañas tanto al otro, sino la validación que encontrabas en su presencia. Extrañas sentirte suficiente, importante, completo. No extrañas al mensajero, extrañas el mensaje.

Lo difícil es aceptar que el duelo no es por la persona, sino por ti. No lloras por lo que perdiste, lloras por la versión tuya que ya no está. Lloras por la inocencia que tenías, por la ilusión que te sostenía, por la sensación de pertenecer a un instante único que no volverá. Y duele entenderlo porque obliga a soltar la idea de que alguien más puede devolvernos eso que creemos perdido. Sin embargo, en ese mismo dolor se encuentra la libertad: reconocer que las emociones son tuyas, que puedes volver a sentirlas, que no dependes de que otra persona llegue a rescatarlas.

No siempre extrañas a quien se fue. Extrañas la risa que provocaban, la calma que sentías, el latido acelerado, la certeza de que alguien te miraba como si fueras lo más importante del mundo. Pero todas esas cosas son estados internos, no propiedades de otro ser humano. Estaban en ti, nacían de ti y pueden renacer en ti, aunque no de la misma manera, aunque no en las mismas circunstancias. Aferrarse a una persona creyendo que es la única vía para volver a sentir es perpetuar una ilusión que solo prolonga el vacío.

Al final, aceptar esta verdad no hace que duela menos, pero sí te libera. Porque comprendes que el poder de sentir, de emocionarte, de vibrar, no estaba nunca en las manos de quien se fue, sino en ti. Y ahí está la paradoja: el cierre no lo trae el regreso del otro, sino el reencuentro contigo mismo. Quizá no quieras tanto a esa persona como creías. Quizá solo quieres volver a ser quien eras cuando estabas con ella. Pero ese alguien, ese “tú”, puede existir de nuevo, si dejas de buscarlo en los demás y comienzas a buscarlo dentro.

Hay días en los que crees que extrañas a alguien, pero en realidad lo que duele no es su ausencia, sino la forma en que te hacía sentir. Es como si tu memoria jugara contigo, como si el corazón se aferrara a una versión de ti que solo existía cuando esa persona estaba cerca. Y lo confundes, claro. Piensas que necesitas volver a tener a esa persona, que si regresa todo volverá a encajar, que la herida sanará. Pero la verdad es otra: no es a ellos a quienes necesitas, es a ti mismo en ese instante perdido. No extrañas tanto al otro, extrañas la versión de ti que brillaba en su presencia, el reflejo que te devolvía cuando te miraba, el eco de lo que sentías cuando estabas a su lado.

Es extraño cómo funciona la mente. Idealizamos momentos, congelamos recuerdos, editamos el pasado como si fuera una película donde solo dejamos las escenas bonitas. Olvidamos los silencios incómodos, las heridas, las dudas, y conservamos solo lo que nos hace doler un poco más. Y entonces, confundimos nostalgia con amor. Pero si lo piensas bien, lo que buscas no es tanto la persona, sino la emoción. Quieres volver a sentir la seguridad de ser importante, la tranquilidad de ser comprendido, la intensidad de saberte deseado. Y crees que esa sensación pertenece a alguien más, como si fuera un tesoro que se llevaron con ellos. Pero no es así. Todo eso estaba en ti. Lo que despertaron, lo despertaron dentro de ti.

El problema es que nos enseñaron a creer que necesitamos a alguien para completarnos. Crecimos escuchando que el amor se mide por cuánto duele, que las historias reales son las que te rompen, que si extrañas hasta llorar, es porque amaste de verdad. Y nos lo creímos. Por eso, cuando alguien se va, sentimos que nos arrancan algo que nunca volverá. No solo perdemos a la persona, sentimos que perdemos identidad. Y esa es la mentira más cruel: creer que tu valor, tu alegría y tu plenitud dependen de otro ser humano. No, no es amor lo que te ata a ese recuerdo. Es el miedo a no volver a sentirte así nunca más.

Quizá lo más difícil de aceptar es que no lloras por quien se fue, sino por ti. Lloras por esa versión tuya que reía más fuerte, que amaba más libre, que creía en promesas y en futuros posibles. Lloras por el “tú” que existía cuando aún tenías fe, cuando todo parecía más sencillo. Ese “tú” murió con esa etapa y por eso la nostalgia pesa tanto: porque en el fondo sabes que no se trata de recuperar a alguien, sino de reencontrarte contigo mismo. Pero duele, duele admitirlo porque significa aceptar que esa sensación no volverá de la misma forma, no con las mismas personas, no en el mismo lugar.

Sin embargo, también hay una belleza escondida en esa verdad. Porque si lo que extrañas es la emoción, no la persona, significa que no estás perdido. Significa que puedes volver a sentir de otra manera, en otros momentos, con otros rostros o incluso solo, contigo mismo. Lo que creías que te daba esa persona siempre estuvo en ti, esperando ser reconocido. No es fácil, lo sé. Hay días en que el vacío grita tan fuerte que todo parece irrecuperable. Pero el tiempo, si lo permites, te enseña que no necesitas a quien te lo despertó para volver a vivirlo.

Quizá un día, sin darte cuenta, descubras que puedes reír igual de fuerte, que puedes temblar igual de intenso, que puedes volver a sentirte visto, importante, amado… pero no porque alguien más lo provoque, sino porque aprendiste a mirarte de frente, a sostenerte, a validarte tú. Ese día entenderás que no era la persona, era tu capacidad de sentir. Y que esa nunca te abandonó.

No, no siempre extrañas a la persona. Extrañas la forma en que el mundo se iluminaba cuando estaban cerca, extrañas el reflejo que veías en sus ojos, extrañas el pedazo de ti que parecía despertar solo en su presencia. Pero ese pedazo sigue ahí, esperando que dejes de buscarlo en otros para volver a encontrarlo en ti. Y cuando lo hagas, dejarás de vivir atrapado en el recuerdo y comenzarás, por fin, a vivir en ti.

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