A veces, el amor no se acaba, simplemente deja de alcanzarnos
Hay una mentira sutil que nos repetimos desde hace siglos: que el amor, si es verdadero, debería ser eterno. Que quien nos ama debería acompañarnos en todas nuestras versiones futuras, como si el tiempo no tuviera poder sobre los afectos, como si dos seres humanos pudieran permanecer inmutables en medio de una existencia que todo lo transforma. Creemos que si alguien deja de sostener nuestra mano, es porque dejó de amarnos. Pero, ¿y si no es así? ¿Y si el amor no muere, sino que simplemente deja de alcanzarnos?
La vida, en su silenciosa y cruel neutralidad, no necesita de nuestro consentimiento para cambiarnos. Cada día, aunque no lo notemos, nos alejamos un poco de quienes fuimos. Lo que ayer nos bastaba, hoy nos sabe a poco; lo que antes nos deslumbraba, ahora nos parece cotidiano. La persona que éramos cuando amamos por primera vez no es la misma que intenta sostener ese mismo amor años después. Y, sin embargo, el amor que sentimos pudo haber seguido allí, intacto, como un río que sigue fluyendo con fuerza… solo que nuestro cauce ya no coincide con él.
A veces, no es que el otro haya dejado de amarnos, ni que nosotros hayamos dejado de amar. Es que nuestras velocidades se desincronizan. Hay momentos en que dos almas viajan juntas, pero en direcciones levemente distintas. Al principio, la distancia es imperceptible, como el milímetro entre dos trenes que aún parecen ir paralelos. Pero con el tiempo, sin que medie un conflicto, sin que exista un culpable, los caminos dejan de encontrarse. El amor, entonces, permanece… pero no nos toca.
La filosofía estoica nos recuerda que todo lo que amamos nos será arrebatado. No como castigo, sino como ley natural. Epicteto decía: “Nunca digas: ‘he perdido algo’, di: ‘lo he devuelto’”. Y, en cierto sentido, también devolvemos las versiones de nosotros mismos que amaron y fueron amadas. Lo que sentimos fue real, pero nuestra permanencia en él no está garantizada. Pretender lo contrario es vivir encadenados a una ilusión.
Quizás la tragedia no está en que el amor termine, sino en que nuestra idea romántica de la permanencia nos impida aceptar su transformación. Confundimos amor con sincronía, y creemos que cuando el amor deja de alcanzarnos, hay algo roto que debemos reparar. Sin embargo, tal vez no hay nada roto. Tal vez lo que hay es un desfase inevitable entre el tiempo del sentimiento y el tiempo del ser. Nos gustaría que el amor fuera un refugio eterno, pero muchas veces es solo un fuego que ilumina un tramo de nuestra existencia, y después sigue ardiendo en un lugar al que ya no podemos volver.
El pensamiento crítico nos obliga a cuestionar nuestra narrativa cultural sobre el amor. Nos enseñaron a pensar en términos de “para siempre” y “felices finales”, pero la realidad es más compleja, más cruda y, paradójicamente, más hermosa. Hay amores que duran lo suficiente para cambiarnos, no para acompañarnos. Hay personas que nos amarán hasta el último día de sus vidas, pero desde un lugar en el que ya no podemos alcanzarlas. Y está bien. No todo lo que nos forma está destinado a quedarse.
El desafío está en aprender a convivir con esa distancia sin resentimiento, sin exigirle al amor que sea más grande que el tiempo, sin pedirle que permanezca donde nosotros ya no estamos. Es un ejercicio estoico: aceptar la impermanencia sin negarla, agradecer lo vivido sin apropiarse de ello. Marco Aurelio lo resumía con brutal sencillez: “Ama la vida que te ha tocado. El resto es humo y cenizas”. Y lo mismo podríamos decir del amor: ama mientras se te concede alcanzarlo. No lo midas por su duración, sino por la intensidad con la que te habitó.
Quizás, al final, la verdadera madurez emocional consiste en comprender que el amor no se mide en finales, sino en presencias. Hay amores que nunca se apagan, pero que dejan de iluminarnos. Hay afectos que sobreviven intactos en la memoria, aunque ya no sean parte de nuestro presente. Y eso no los hace menos verdaderos, ni menos profundos. Solo los hace humanos.
Porque el amor, como nosotros, también tiene límites. Y aprender a amarlo incluso en su ausencia —a aceptarlo cuando deja de alcanzarnos— es, quizás, el acto más radical de libertad que podemos ejercer.
I. La ilusión de la eternidad
Vivimos atrapados en un mito que heredamos sin cuestionarlo: la idea de que el amor verdadero es inmortal, inmutable, indestructible. Lo escuchamos en canciones, lo vemos en películas, lo aprendemos en cuentos de hadas cuando somos niños. Nos enseñan que, si encontramos a la persona correcta, si el amor es “real”, entonces nada podrá destruirlo.
Pero la realidad humana es más frágil que cualquier ideal romántico. Nada en la existencia es inmune al paso del tiempo: ni nuestros cuerpos, ni nuestras certezas, ni siquiera nuestra propia identidad. Entonces, ¿por qué creemos que el amor debería ser distinto?
La filosofía estoica nos recuerda, con su crudeza característica, que todo en la vida es transitorio. Marco Aurelio decía:
“Pronto habrás olvidado todo, y pronto todo te habrá olvidado.”
El amor, por profundo que sea, no escapa a esta ley universal. Sin embargo, lo que hace compleja nuestra relación con él es que a veces no deja de existir, sino que deja de alcanzarnos. El sentimiento puede permanecer, pero ya no logra habitarnos como antes. Y en esa distancia silenciosa entre lo que amamos y lo que somos, nace una de las tragedias más íntimas de la condición humana.
II. El desfase entre dos tiempos
La vida no se detiene. Cada día nos transformamos, aunque no lo notemos. Cambian nuestros deseos, nuestros miedos, nuestras prioridades. Lo que ayer era suficiente, hoy puede parecernos insuficiente; lo que antes nos deslumbraba, ahora puede parecer rutinario.
Aquí surge la paradoja: el amor puede ser constante, pero nosotros no lo somos. Puede que sigamos sintiendo un afecto profundo por alguien, pero la versión de nosotros que lo experimentaba ya no está aquí.
Es como intentar ponerse un abrigo que nos quedaba perfecto hace años: el abrigo sigue siendo el mismo, pero nuestro cuerpo ha cambiado. No hay culpa, no hay traición, no hay falta de cariño; solo un desajuste inevitable.
El filósofo griego Heráclito nos recordaba que “ningún hombre se baña dos veces en el mismo río”. No porque el río cambie solamente, sino porque nosotros también lo hacemos. El amor, entonces, es ese río: puede seguir fluyendo con fuerza, pero ya no somos la misma orilla que lo contenía.
III. La mentira cultural del “para siempre”
La cultura popular nos ha hecho creer que el amor debe sostenerse a cualquier precio. Que si algo se rompe, hay que repararlo. Que si la distancia crece, debemos luchar contra ella. Que si la pasión disminuye, debemos “recuperarla” como si se tratara de un bien perdido.
Pero el pensamiento crítico nos obliga a cuestionar esta narrativa. ¿Y si no siempre hay algo que arreglar? ¿Y si la distancia no es un síntoma de fracaso, sino de transformación?
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer, siempre brutal en sus observaciones, decía que el amor es un instinto disfrazado de eternidad, una fuerza biológica que nos engaña para perpetuar la especie, pero que no nos garantiza felicidad permanente. Quizás por eso, cuando el amor deja de alcanzarnos, sentimos que nos han traicionado… cuando en realidad es la naturaleza misma recordándonos que nada permanece fijo.
IV. Cuando el amor persiste, pero no nos toca
Lo más doloroso no es que el amor muera, sino que a veces sigue vivo en algún rincón del alma… solo que ya no nos roza. Hay personas que nos siguen amando con intensidad, pero desde un lugar al que ya no podemos llegar. Y nosotros, quizás, sentimos lo mismo por ellas, pero el puente entre ambos se ha derrumbado.
Imagina dos trenes que parten juntos, paralelos, en perfecta sincronía. Durante un tiempo, comparten la misma dirección, la misma velocidad, el mismo horizonte. Pero un día, casi imperceptiblemente, uno de ellos toma una vía levemente distinta. Al principio, la distancia es mínima. Luego, los trenes siguen viéndose. Después, apenas distinguen su silueta. Hasta que, inevitablemente, se pierden de vista.
No hubo traición. No hubo abandono. No hubo desamor. Solo hubo tiempo.
V. El enfoque estoico: aceptar sin resistir
La filosofía estoica nos ofrece una lección de humildad ante la impermanencia. Epicteto decía:
“No busques que las cosas ocurran como tú quieres; desea que ocurran como ocurren, y tu vida será serena.”
Cuando el amor deja de alcanzarnos, nuestra primera reacción suele ser la resistencia: queremos recuperar lo perdido, reconstruir lo que se desmorona, reavivar lo que parece apagarse. Pero la verdadera sabiduría consiste en reconocer que no todo lo que se escapa debe ser retenido.
El estoicismo no nos pide que renunciemos a sentir, sino que dejemos de sufrir por aquello que no controlamos. No podemos evitar que nuestros caminos se separen. No podemos exigirle al otro que permanezca en una versión de sí mismo que ya no existe. No podemos pedirle al tiempo que retroceda.
Aceptar esto no es resignarse: es reconciliarse con la naturaleza misma de la vida.
VI. Lo que permanece, incluso cuando ya no está
Aceptar que el amor deja de alcanzarnos no significa negarlo. Lo que vivimos permanece en nosotros, aunque ya no lo vivamos. El amor deja huellas: en nuestras memorias, en nuestros gestos, en la forma en que miramos el mundo.
A veces, el amor no está destinado a durar, sino a transformarnos. Algunas personas llegan a nuestra vida no para quedarse, sino para despertarnos. Nos atraviesan, nos moldean, nos enseñan, y luego siguen su camino.
Y eso también es un tipo de eternidad.
VII. Una libertad radical
Tal vez el acto más radical de amor sea aceptar su fin. No desde el rencor, sino desde la gratitud. Decir: “Te amé mientras pude alcanzarte, y eso basta”.
Esto no significa que el dolor desaparezca. Somos humanos, y lo que se va duele. Pero cuando dejamos de luchar contra lo inevitable, encontramos un tipo distinto de paz. Una libertad que no depende de poseer al otro, sino de aceptar la danza efímera que compartimos.
VIII. Conclusión
No hay culpables. No hay errores. Solo hay transformación.
Y, si aprendemos a mirarlo con serenidad, descubrimos que esa distancia también es amor: el amor de dejar ser, el amor de soltar, el amor de agradecer lo vivido sin exigir lo imposible.
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