A veces, sanar es olvidar la persona que fuiste para sobrevivir
Sanar no siempre es sinónimo de recuperar lo perdido; a veces, es la renuncia más silenciosa que podemos concedernos. Nos gusta imaginar la curación como un regreso: volver a ser quienes éramos antes del dolor, antes de la caída, antes del desastre. Pero la verdad es más incómoda: sanar, en muchos casos, no significa volver, sino convertirse en alguien distinto. Implica aceptar que hay una versión de nosotros que ya no puede acompañarnos, porque sobrevivir exige desprenderse de ella, incluso cuando todavía la amamos.
Hay heridas que no sanan por restauración, sino por transformación. El yo que enfrentó el golpe no es el mismo que camina después de él. Y sin embargo, insistimos en idealizar la permanencia, como si ser siempre la misma persona fuese un mérito. Olvidamos que la supervivencia, en su estado más crudo, es un acto de selección: qué partes de nosotros continúan y cuáles deben quedarse atrás. No siempre elegimos; a veces, simplemente ocurre. Es la vida la que nos obliga a abandonar ciertas pieles, aunque nos aferremos a ellas hasta el último instante.
Lo difícil no es el cambio, sino el duelo. No lloramos solo por lo que nos hicieron, sino por quien fuimos antes de que nos lo hicieran. Por la inocencia perdida, por la versión de nosotros que aún creía, que aún confiaba, que aún no conocía las grietas. Sanar, entonces, no es limpiar la herida, sino aceptar que ya no somos la misma persona que la recibió. Es un acto de reconciliación con la impermanencia, con el hecho de que para vivir debemos renunciar a ciertas formas de habitar el mundo.
Y en esa renuncia hay contradicción: ¿cómo olvidar a alguien que fuiste, si esa persona eres tú? La respuesta está en comprender que no todo se pierde, que algunas partes se transforman, que lo que dejamos atrás no desaparece del todo, sino que se integra de maneras distintas en quienes nos convertimos. Sobrevivir no es traicionar nuestras versiones pasadas, sino honrarlas al reconocer que cumplieron su función. Nos sostuvieron hasta donde pudieron, y luego nos pidieron que siguiéramos sin ellas.
Sanar no es lineal, no es limpio, no es amable. Es desorden, fractura y reconstrucción. Es aprender a cargar con vacíos y a caminar con cicatrices. Y, sobre todo, es comprender que la supervivencia no siempre es una victoria, a veces es un costo. Cada vez que cambiamos para continuar, perdemos algo de lo que fuimos. Y, sin embargo, en esa pérdida hay un principio de libertad: la posibilidad de ser nuevos, incluso si la nostalgia nos recuerda que alguna vez fuimos distintos.
Porque sanar no es volver a lo que éramos. Es seguir adelante con lo que queda, sabiendo que, de alguna manera, también dejamos partes de nosotros enterradas en el camino.
Sanar es, a veces, una forma de traición necesaria. No hacia los otros, sino hacia nosotros mismos. No hacia quienes nos hicieron daño, sino hacia la versión de nosotros que existía antes de que todo ocurriera. Esa persona, la que reía con naturalidad, la que creía sin reservas, la que caminaba sin miedo, no siempre sobrevive intacta a ciertos golpes. Y pretender rescatarla es una batalla perdida: hay heridas que no permiten volver atrás, solo aprender a existir de otro modo.
La memoria, caprichosa y cruel, insiste en recordarnos quiénes fuimos. Nos muestra fragmentos de un yo que parece cercano, pero que ya no nos pertenece. Lo vemos como si observáramos a un desconocido en una fotografía antigua: reconocemos los gestos, la sonrisa, la mirada, pero algo ha cambiado para siempre. Sanar, entonces, no es aferrarse a esa imagen, sino aceptar que hemos dejado de serla. Es un duelo silencioso que casi nunca nombramos, porque nadie nos enseña a llorar las versiones que perdemos de nosotros mismos.
Olvidar no es borrar. Es permitir que esa parte de nosotros deje de gobernar lo que somos ahora. Sobrevivir exige desprenderse de ciertas pieles, aunque ardan al caer. Hay miedos que no podemos cargar para siempre, creencias que ya no nos sostienen, ingenuidades que dejaron de ser refugio. El yo que amamos no siempre es el yo que puede salvarnos. Y, por paradójico que suene, amarse también implica despedirse de uno mismo.
La contradicción es dolorosa: para seguir respirando, a veces debemos dejar de ser quienes fuimos. No porque esa versión estuviera rota, sino porque ya no puede sostener la vida que vino después. El tiempo nos arranca trozos, el dolor nos talla nuevas formas, y en medio de todo aprendemos a habitar un cuerpo distinto, con cicatrices que se convierten en memoria. Sanar es permitir que el pasado deje de dictar el presente, incluso si eso significa enterrar a la persona que fuimos para que la actual pueda caminar.
Pero hay algo de belleza en esta renuncia. Porque no es olvido absoluto, sino transformación. Las versiones que dejamos atrás no desaparecen, duermen en nosotros como capas geológicas, silenciosas pero presentes. Nos recuerdan de dónde venimos, nos sostienen sin que lo sepamos, nos habitan aunque ya no las sintamos. Sanar, en realidad, es un pacto: no borramos lo que fuimos, solo aprendemos a vivir sin exigirle que siga existiendo.
Sobrevivir, entonces, no es un triunfo limpio, sino una negociación constante con la memoria, con la identidad y con el tiempo. Aceptar que nunca volvemos a ser los mismos, y que en esa imposibilidad de regreso también habita la posibilidad de volvernos algo nuevo. Porque la vida, en su crudeza, nos enseña que a veces no se trata de sanar para regresar, sino de sanar para seguir, aunque el camino implique dejar atrás al yo que tanto quisimos.
Comentarios
Publicar un comentario