Algunos miedos no se vencen, solo se hacen más pequeños cuando caminas hacia ellos
Vivimos en una época donde la superación personal se vende como una receta rápida: “vence tus miedos”, “rompe tus límites”, “nada es imposible si lo intentas”. Suena inspirador, pero también es una mentira disfrazada de motivación. No todos los miedos se vencen. Algunos, simplemente, aprendes a cargarlos contigo sin que te dominen.
El miedo es una respuesta natural, una alarma que el cerebro activa para protegerte. El problema surge cuando dejamos que esa alarma controle cada decisión. Pensamos que la única manera de “ganar” es eliminarlo por completo, pero esa expectativa solo genera frustración. Querer dejar de sentir miedo es como querer dejar de sentir hambre: no se puede, solo se gestiona.
La clave no está en destruir el miedo, sino en movernos a pesar de él. Cuando caminas hacia lo que te incomoda, el monstruo que parecía enorme empieza a hacerse más pequeño. No porque desaparezca, sino porque tú creces. Cada paso que das construye una versión más fuerte de ti, y esa nueva versión es la que puede mirarlo a los ojos sin paralizarse.
Esto también implica aceptar que habrá miedos que nunca se irán del todo: hablar en público, fracasar, decepcionar, perder. Y está bien. La verdadera valentía no está en “no tener miedo”, sino en actuar mientras tiembla todo por dentro.
Caminar hacia el miedo es incómodo, pero también liberador. No es cuestión de ser invencible, sino de aprender a vivir con cicatrices, con temblores, con dudas… y aun así avanzar. Porque el miedo puede seguir ahí, pero tú decides su tamaño.
Nos han vendido la idea de que los miedos están para ser vencidos, como si fueran enemigos que se derrotan con fuerza de voluntad, frases motivadoras y un par de tutoriales en YouTube. Pero la vida real es más compleja. Hay miedos que no se disuelven, que no desaparecen aunque recemos, leamos o corramos. Algunos se quedan. La diferencia es que podemos aprender a vivir con ellos… o permitir que nos paralicen.
El miedo es parte de nuestra naturaleza. Nos protege, nos alerta, nos mantiene vivos. Sin él, probablemente no habríamos sobrevivido como especie. El problema surge cuando dejamos que nos gobierne. Cuando en lugar de protegernos, nos encierra. Entonces renunciamos a oportunidades, relaciones, sueños y hasta partes de nosotros mismos por miedo a fallar, a perder, a no ser suficientes.
Pero aquí está la paradoja: el miedo no se supera huyendo de él, sino caminando hacia él. No se trata de eliminarlo, sino de mirarlo de frente, dar un paso —aunque tiemblen las piernas— y descubrir que muchas veces es más pequeño de lo que parecía. Como cuando eras niño y la sombra del armario parecía un monstruo, hasta que encendías la luz y veías que solo era tu chaqueta colgada.
Claro, no todos los miedos se desvanecen con un interruptor. Hablar en público, por ejemplo, puede seguir acelerando tu corazón incluso después de cien charlas. Tomar decisiones importantes puede seguir provocando insomnio aunque lleves años enfrentando desafíos. La diferencia no es que el miedo desaparezca, sino que tú creces. Tu capacidad de tolerar la incomodidad aumenta. El monstruo sigue ahí, pero ahora sabes que puedes caminar junto a él.
La valentía, entonces, no es la ausencia de miedo. Es actuar a pesar de él. Es enviar la propuesta de trabajo aunque dudes de tus habilidades. Es decir “te quiero” aunque no sepas si serás correspondido. Es comenzar un proyecto nuevo aunque el fracaso te ronde. Es subirte al escenario con las manos sudando y la voz temblando… y hablar de todos modos.
El miedo es como la sombra: siempre está ahí, pegado a ti, pero deja de verse tan grande cuando das un paso hacia la luz. Y esa luz se llama acción. No necesitas eliminarlo para avanzar; necesitas avanzar para que deje de dominarte.
Al final, algunos miedos nunca se vencen. Se transforman. Se hacen más pequeños. Y con cada paso, te das cuenta de que no se trataba de librar una guerra contra ellos… sino de construir el valor para caminar con ellos al lado.
—“Algún día no tendrás miedo” —me dijeron.
Lo creí. Pasé años esperando ese “algún día” como quien espera el amanecer desde una habitación sin ventanas. Pero el miedo seguía ahí, respirando en mi nuca, recordándome que no era tan fácil. Y entonces entendí algo que cambió todo: hay miedos que no se vencen; solo aprendes a caminar con ellos.
Hasta que un día decides moverte. No porque hayas dejado de tener miedo, sino porque te cansa seguir en el mismo punto. Y das un paso. Pequeño, torpe, inseguro… pero un paso. Entonces descubres algo poderoso: el monstruo no era tan grande.
No es que desaparezca. No es magia. Es que tú creces. La primera vez que hablas en público, las manos te sudan y las palabras tropiezan. La segunda vez, todavía tiemblas. La tercera, sigues nervioso, pero ya no huyes. De pronto, un día te das cuenta de que el miedo sigue ahí, pero tú ya no eres el mismo.
La valentía no es ausencia de miedo; es decidir avanzar con el miedo al lado. Es subir al escenario mientras tu voz tiembla. Es escribir un “te amo” aunque el rechazo duela. Es presentar un proyecto aun sabiendo que pueden decirte que no. Es elegirte a ti cuando todo te dice que te escondas.
El miedo es como tu sombra: nunca se va. Pero cada paso hacia adelante lo hace más pequeño. No porque él cambie, sino porque tú cambias. Creces. Te expandes. Descubres que puedes sostener el temblor en las manos y aun así abrir la puerta.
No esperes a que el miedo desaparezca para empezar. No lo hará. Empieza, y él aprenderá a caminar detrás de ti.
Porque algunos miedos no se vencen… pero tú sí puedes hacerlos más pequeños.
Comentarios
Publicar un comentario