Hay abrazos que se quedan en la piel mucho después de soltarlos
Hay abrazos que se quedan en la piel mucho después de soltarlos, como si el tiempo no tuviera poder sobre la huella que dejan. Son abrazos que no solo envuelven el cuerpo, sino que atraviesan las capas más invisibles de uno mismo y se instalan ahí donde las palabras no llegan. Esos gestos sencillos, aparentemente breves, llevan consigo una fuerza silenciosa que permanece, como un eco que se repite en el recuerdo cada vez que la memoria decide tocarlo. Un abrazo puede ser refugio en medio del caos, puede ser alivio cuando las palabras no alcanzan, puede ser también celebración, reencuentro, despedida o simple compañía. Y, sin embargo, en todas sus formas, hay algunos que se distinguen porque no terminan al soltarse; continúan vibrando en la piel, en el pecho, en los pensamientos, como si el calor de los brazos siguiera ahí incluso cuando el espacio se abre nuevamente entre dos cuerpos.
Son abrazos que tienen la capacidad de detener el mundo por un instante, de suspender las preocupaciones, de recordar que no estamos solos. Quedan grabados porque hablan un lenguaje que no requiere explicación, porque transmiten sin esfuerzo lo que a veces no sabemos expresar. En un abrazo profundo, sincero y sin prisa, el corazón parece reconocer al otro y dejar su marca. Quizá por eso, cuando recordamos a alguien especial, no siempre evocamos primero una conversación, sino ese momento en el que un par de brazos nos sostuvo con fuerza suficiente para sostener también lo que éramos por dentro. Hay abrazos que sanan heridas invisibles, que calman tormentas, que siembran paz en terrenos áridos.
El cuerpo guarda memoria, y la piel no olvida fácilmente la calidez que una vez la recorrió. La ausencia de ese contacto puede doler, pero el recuerdo de lo que dejó sigue vivo, como si quedara tatuado en lo más íntimo de uno mismo. Tal vez por eso buscamos los abrazos de ciertas personas con ansias, porque sabemos que no se tratan de simples gestos, sino de encuentros que trascienden lo físico y que permanecen mucho más allá del instante. Un abrazo verdadero no se mide en segundos, se mide en la profundidad con la que logra anclarse en nuestra historia, y por eso hay abrazos que incluso con el paso de los años seguimos sintiendo como si acabaran de suceder.
Porque al final, un abrazo no es solo el cruce de dos brazos; es la unión de dos mundos, la entrega de confianza, la renuncia a la distancia. Es un puente silencioso que conecta almas y que, en ocasiones, deja una huella imposible de borrar. Y aunque la vida siga, aunque los caminos se separen y las manos dejen de tocarse, esos abrazos siguen vivos en la memoria, recordándonos que hubo un instante en el que fuimos vistos, cuidados y sostenidos de una manera que trasciende cualquier palabra. Hay abrazos que nunca se terminan, aunque ya no estén ocurriendo, porque una vez que se han quedado en la piel, se convierten en parte de lo que somos.
Hay abrazos que se quedan en la piel mucho después de soltarlos, y yo lo sé porque todavía puedo sentir algunos como si hubieran ocurrido hace apenas unos segundos. No se trata de la fuerza con la que se aprieta, ni del tiempo que dura, sino de la manera en que el corazón se acomoda en ese instante y encuentra un refugio que no necesita explicación. Recuerdo uno en particular que todavía me acompaña: era como si el mundo entero se hubiera detenido, como si el ruido de todo lo demás quedara en silencio y solo existiera ese calor que me envolvía y me decía sin palabras “estás a salvo”. Nunca supe cómo describirlo bien, pero desde entonces entendí que hay abrazos que no se sueltan del todo, aunque los brazos ya no estén alrededor.
A veces vuelven de golpe, como un perfume que aparece en medio de la calle o como una canción que llega en el momento más inesperado. Es el cuerpo el que guarda esa memoria, el que revive el roce de una piel, la presión de una espalda contra el pecho, la respiración entrecortada de quien nos sostuvo. Y entonces me descubro buscando esos abrazos en otras partes, como si pudiera repetirlos, aunque en el fondo sepa que ninguno será igual. Porque hay personas que, sin proponérselo, dejan una huella que se vuelve imposible de arrancar, y basta recordar sus brazos para que el pecho se ablande y la nostalgia se cuele sin pedir permiso.
No todos los abrazos se quedan, eso también lo he aprendido. Algunos pasan y se olvidan rápido, como saludos amables que cumplen con su función y nada más. Pero hay otros, los verdaderos, los que nacen de un encuentro profundo, que se convierten en parte de uno mismo. Esos son los que sigo sintiendo en la piel cuando la noche se vuelve fría o cuando la soledad pesa demasiado. Y aunque las personas cambien, aunque la distancia o el tiempo se interpongan, sigo creyendo que un abrazo de esos nunca termina de soltarse del todo. Se queda latiendo en algún rincón, recordándome que hubo un momento en el que fui sostenido con tanta verdad que nada más importaba.
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