Lo más difícil de la libertad es no saber dónde ir primero
La libertad, en apariencia, es el más anhelado de los territorios. Pasamos buena parte de la vida buscándola, luchando contra las paredes visibles y las invisibles, contra las normas impuestas, las expectativas ajenas y las cadenas que nosotros mismos hemos aprendido a colocar. Y, sin embargo, cuando por fin llega, cuando las puertas se abren y el horizonte parece inabarcable, descubrimos un vértigo inesperado: la libertad no siempre libera, a veces confunde. Porque elegir también implica perder, y en ese instante en que todos los caminos son posibles, se instala el miedo a dar el paso equivocado.
El problema de la libertad no está en alcanzarla, sino en sostenerla. Vivimos años deseando escapar de ciertos límites, soñando con ese día en que todo dependerá solo de nosotros. Pero lo que no anticipamos es el peso que conlleva decidir sin excusas, sin culpar a nadie más, sin un marco que nos dicte qué hacer. La libertad nos confronta con nuestra propia responsabilidad: cada elección es un camino que se toma, pero también un millar de caminos que se pierden para siempre. Y esa conciencia, lejos de ser liberadora, puede ser insoportablemente paralizante.
Hay quienes descubren, con cierta desilusión, que no estaban preparados para la vastedad del “puedes todo”. Porque en el fondo, aunque lo neguemos, hay una parte de nosotros que encuentra consuelo en las fronteras, en los límites que otros dibujan. Nos protegen del vértigo de tener que elegir. Nos dicen quiénes somos, nos ubican en un mapa, nos permiten avanzar sin cuestionarlo todo. La libertad, en cambio, es un territorio sin coordenadas; obliga a inventar el sentido, a construir los caminos, a elegir constantemente. Y en ese proceso, nos enfrenta con una verdad incómoda: no siempre sabemos qué queremos.
Lo más difícil de la libertad no es perder las cadenas, sino perder las certezas que venían con ellas. Descubrimos que la seguridad no siempre es compatible con la autonomía, que tener infinitas posibilidades puede ser tan abrumador como no tener ninguna. La paradoja es cruel: pasamos la vida soñando con abrir todas las puertas, para encontrarnos, finalmente, de pie frente a un laberinto. Y en ese punto, entendemos que la libertad no es un destino, sino una práctica; no es llegar, sino atreverse a moverse, incluso cuando no se sabe hacia dónde.
Quizá por eso algunos prefieren volver a los márgenes conocidos, a las jaulas cómodas, a las estructuras que prometen sentido. No es cobardía, es un deseo profundamente humano: querer certezas, incluso si son limitadas. Pero para quienes deciden quedarse en el vértigo, la libertad exige otra clase de valentía: aceptar que nunca habrá un camino seguro, que elegir es también renunciar, y que perderse es parte inevitable de encontrarse.
Porque la libertad, en su forma más radical, no es promesa de felicidad, sino invitación al riesgo. Y tal vez ahí está su belleza y su peso: en comprender que el desafío no está en abrir la puerta, sino en dar el primer paso sin saber dónde terminará el viaje.
La libertad suele presentarse como el bien supremo, la cima a la que ascendemos después de romper cadenas, un estado de plenitud donde los límites se desvanecen. Nos educan para desearla, para asociarla con la promesa de realización personal, como si bastara con alcanzarla para que todo cobrara sentido. Pero esa es una narrativa simplificada, casi infantil. La realidad es que la libertad, cuando por fin llega, nos enfrenta con una paradoja devastadora: al abrirse todos los caminos, ninguno parece del todo suficiente.
Ser libre no es estar salvado, sino despojado. De pronto, no hay guías, no hay mapas, no hay coordenadas que indiquen qué hacer con la vastedad del “todo es posible”. Y es ahí donde nace el vértigo: la conciencia de que cada elección implica descartar infinitas vidas posibles. Cada “sí” lleva implícitos mil “no”. La libertad no solo expande el horizonte; también carga sobre nuestros hombros el peso insoportable de la responsabilidad absoluta.
Hay algo profundamente humano en temer a esa vastedad. Aunque nos resistamos a admitirlo, hay consuelo en las fronteras, en las normas impuestas, en las expectativas ajenas que nos limitan. La estructura —por restrictiva que sea— nos protege de enfrentar la incertidumbre brutal de elegir sin red. En el fondo, las cadenas ofrecen algo que la libertad no garantiza: una narrativa clara. Un rol asignado. Una identidad. Cuando se rompen, lo que se derrumba no son solo las paredes, sino el relato que nos contenía.
Y entonces aparece el dilema existencial: ¿cómo habitar un espacio donde nada nos obliga, pero todo nos demanda? La libertad exige que inventemos un sentido, que construyamos un propósito sin instrucciones, que respondamos preguntas para las que quizá nunca tendremos certezas. Ese proceso no es romántico; es solitario, arduo y, a veces, devastador. Porque elegir un camino significa, inevitablemente, renunciar a todos los demás. Y vivir con esas renuncias silenciosas es uno de los trabajos más pesados de la conciencia.
Por eso, para muchos, la libertad se siente como un exilio. Un estado en el que ya no pertenecemos a ninguna certeza, pero tampoco podemos volver atrás. No hay refugios; no hay instrucciones. Y sin embargo, la grandeza de la libertad reside precisamente ahí: en obligarnos a mirar de frente el abismo de nuestra propia existencia y decidir, a pesar de no saber.
Quizá por eso lo más difícil no es obtener la libertad, sino sostenerla sin desmoronarse. Requiere una forma de valentía distinta: aceptar que no hay camino correcto, que no hay salvación garantizada, que perderse forma parte de estar vivo. Implica renunciar al mito de que algún día encontraremos un destino perfecto, y entender que la libertad no es la ausencia de miedo, sino el coraje de caminar con él.
La libertad no es un premio. Es un riesgo. Es la renuncia voluntaria a cualquier certeza definitiva. Y ahí, en ese vértigo, se juega nuestra verdadera humanidad. Porque, al final, el problema no es que no sepamos dónde ir primero… sino asumir que, tal vez, nunca habrá un lugar final al que llegar.
Nos enseñan a desear la libertad como si fuera la meta suprema de la existencia, la respuesta a todos los vacíos, el lugar donde por fin podríamos ser nosotros mismos. Pero rara vez nos preparan para la complejidad que conlleva alcanzarla. La narrativa es seductora: romper las cadenas, liberarse de lo impuesto, conquistar la capacidad de decidir. Sin embargo, cuando ese momento llega —cuando por fin se abre el espacio infinito de lo posible— descubrimos que la libertad no es un refugio: es un abismo.
El problema de la libertad no está en su ausencia, sino en su exceso. En teoría, tener opciones debería ser sinónimo de plenitud; en la práctica, suele derivar en vértigo. Sartre lo intuía al afirmar que estamos “condenados a ser libres”. Porque la libertad no solo nos otorga la capacidad de elegir; nos carga con el peso insoportable de hacerlo sin instrucciones. Y en ese instante, cuando el mundo entero se abre ante nosotros, aparece la pregunta más paralizante de todas: “¿Hacia dónde voy?”
El dilema no es menor. Cada camino que elegimos arrastra infinitos caminos que dejamos de lado. Cada “sí” lleva implícitos mil “no”, y cada paso que damos entierra la posibilidad de innumerables vidas que nunca viviremos. La libertad, en ese sentido, no es la ausencia de límites: es la multiplicación de renuncias. Elegir se vuelve, entonces, un ejercicio de duelo constante.
Lo paradójico es que muchos encuentran en las cadenas una suerte de alivio. Las estructuras —por rígidas que sean— ofrecen narrativas claras: roles definidos, responsabilidades delimitadas, expectativas externas que sirven como brújula. Las normas, incluso las más opresivas, pueden ser cómodas, porque nos ahorran la angustia de decidir. La libertad, en cambio, nos despoja de todo marco de referencia. Y ese despojamiento es brutal. Camus lo llamaría “el absurdo”: el momento en que comprendemos que la existencia no tiene un sentido prefabricado y que somos nosotros quienes debemos inventarlo.
Pero inventar sentido no es sencillo. La libertad nos obliga a confrontar nuestra propia fragilidad, la incertidumbre de cada paso, la imposibilidad de saber si la dirección elegida nos llevará a alguna parte. En un mundo sin dioses, sin mapas y sin garantías, cada decisión se convierte en una apuesta contra el vacío. Y en esa apuesta, la mayoría de nosotros descubre que lo más difícil no es elegir entre opciones, sino sostener el peso de lo elegido.
Byung-Chul Han advierte que la sociedad contemporánea ha transformado la libertad en un mandato: debemos ser libres, debemos ser felices, debemos reinventarnos constantemente. Pero ese mandato es otra forma de opresión. Nos exige ser arquitectos absolutos de nuestra identidad, como si cualquier titubeo fuese una falla personal. La paradoja es que, cuanto más libres somos, más atrapados nos sentimos en el deber de “hacerlo bien”. La libertad deja de ser una promesa y se convierte en un campo de batalla contra nosotros mismos.
Y, sin embargo, sería ingenuo pensar que la solución está en renunciar a ella. La libertad, con todo su vértigo, sigue siendo el único terreno donde es posible la autenticidad. Caminar sin mapas, aunque duela, nos enfrenta a la única certeza que tenemos: que la vida carece de rutas preestablecidas y que todo sentido es, necesariamente, una construcción propia. No hay manuales, no hay destinos predeterminados. Lo único que tenemos es la capacidad —y la condena— de elegir.
Tal vez, entonces, la clave no sea buscar el camino “correcto”, sino aceptar que no lo hay. Que vivir es aprender a habitar la incertidumbre, a tolerar el vértigo de no saber dónde ir primero. Que la libertad no se trata de llegar a un destino final, sino de aprender a sostener el peso de todas las vidas posibles que dejamos atrás en cada decisión.
La verdadera dificultad de la libertad no está en obtenerla, sino en soportarla. Porque ser libre es mirar de frente el abismo y, aun temblando, dar el primer paso. Es comprender que ningún camino garantiza plenitud, pero caminar de todos modos. Quizá por eso la libertad no es un punto de llegada, sino un ejercicio permanente de valentía: elegir, renunciar, perderse, reinventarse… y seguir.
En última instancia, la libertad no responde a la pregunta de “¿a dónde voy?”, sino que la mantiene abierta para siempre. Y tal vez ahí radica su esencia: en el hecho de que no hay un lugar final donde descansar, solo un trayecto que inventamos a cada paso. Un vértigo que, aunque duela, nos recuerda que estamos vivos.
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