La mente viaja al pasado, pero el cuerpo siempre sabe dónde está


La mente humana tiene la inquietante capacidad de desdoblarse del presente. Es un órgano que no se conforma con el ahora: se fuga hacia los recuerdos, los reinterpreta, los idealiza o los mutila. Viaja al pasado como quien revisita una herida para comprobar si todavía duele, o como quien se asoma al abismo de lo que ya no puede cambiar. La mente inventa, repite, rumia, reconstruye. Sin embargo, el cuerpo, silencioso y terco, permanece aquí. No puede moverse en el tiempo, solo en el espacio. Mientras la mente divaga por los laberintos de la memoria, el cuerpo sigue respirando, latiendo, apoyado en la tierra, recordándonos que toda experiencia, por abstracta que parezca, ocurre siempre dentro de un límite físico.

Hay una tensión constante entre ambos. La mente vive en la nostalgia o en la anticipación, fabricando mundos alternos en los que el presente se vuelve irrelevante. Pero el cuerpo —tan imperfecto, tan olvidado— insiste en recordarnos que estamos vivos solo en este instante. No importa cuán lejos haya viajado nuestra conciencia: el cuerpo está aquí, con su peso, su temperatura, su fragilidad. Es el ancla de nuestra existencia. Y en esa contradicción entre el pensamiento que huye y la carne que permanece, se juega gran parte del drama humano.

Tal vez por eso la memoria tiene algo de enfermedad. Cuando la mente se aferra al pasado, el cuerpo se inmoviliza. Uno recuerda un abrazo, una pérdida, una época, y el cuerpo responde con un nudo en la garganta, con un escalofrío, con una lágrima que no pide permiso. El cuerpo no miente: aunque la mente pueda reinterpretar los hechos, adornarlos o censurarlos, el cuerpo conserva la verdad del acontecimiento. Es un archivo silencioso de todo lo que hemos sentido. Si la mente es una narradora caprichosa, el cuerpo es un testigo incorruptible.

La filosofía moderna ha intentado reconciliar estas dos dimensiones, pero a menudo las ha mantenido separadas. La tradición cartesiana, por ejemplo, elevó el pensamiento como si fuera la esencia del ser, relegando el cuerpo a una máquina imperfecta. Sin embargo, en esa división se perdió algo fundamental: la experiencia del mundo no se da solo en la razón, sino en la sensación. Pensamos con el cuerpo, recordamos con el cuerpo, deseamos con el cuerpo. Lo que llamamos “mente” no es más que una prolongación de la carne, una red de percepciones que la biología convirtió en conciencia.

Cuando la mente se aferra al pasado, el cuerpo protesta. La ansiedad, la rigidez, la fatiga son formas de resistencia del presente contra la invasión del recuerdo. El cuerpo exige volver al ahora, porque el pasado no lo alimenta. La mente puede vivir de sombras, pero el cuerpo necesita oxígeno, alimento, movimiento. Y, sin embargo, el ser humano insiste en vivir mentalmente en otros tiempos. Quizás porque el presente es insoportable en su desnudez, porque no ofrece el consuelo de lo conocido ni la promesa de lo posible. El pasado nos da identidad; el futuro, esperanza. El presente, en cambio, nos exige presencia, y eso duele.

Hay algo paradójico en la manera en que la mente se aferra al tiempo. Viajar al pasado es una forma de evitar el vacío del presente, pero también de perpetuarlo. Cuanto más pensamos en lo que fue, menos habitamos lo que es. Y, sin embargo, solo en el presente podemos sentir, crear, transformar. El cuerpo, al permanecer, nos ofrece la única posibilidad de redención: la experiencia inmediata. Tal vez el verdadero acto de sabiduría consista en reconciliar a la mente con el cuerpo, en permitir que el pensamiento aprenda de la materia.

Porque el cuerpo no filosofa, pero comprende. Sabe cosas que la mente ignora: cuándo detenerse, cuándo llorar, cuándo rendirse. Sabe cuándo algo no está bien, incluso cuando el pensamiento lo justifica. Su conocimiento es primitivo, pero esencial. No argumenta, pero advierte. Mientras la mente formula teorías, el cuerpo siente la verdad.

La mente, sin el cuerpo, se convierte en una máquina de ilusiones. Puede simular realidades enteras, pero ninguna tiene temperatura ni peso. Es como un viajero eterno que nunca llega a ningún sitio, porque no tiene dónde aterrizar. El cuerpo, en cambio, no puede irse: está condenado a la inmediatez. Y tal vez esa condena sea también su sabiduría. El cuerpo sabe que todo sucede ahora, que no hay otro tiempo posible.

Por eso, cuando la mente se extravía en los pasillos del pasado, el cuerpo nos devuelve a casa. Un dolor, una respiración, un latido, son recordatorios de que seguimos aquí. La carne nos sitúa, nos delimita, nos rescata del abismo de lo imaginario. Tal vez no haya forma de detener los viajes mentales, pero sí de reconocer que el único punto de partida y de llegada está dentro de nosotros.

Quizás la mente viaja porque teme desaparecer, porque intuye que sin el recuerdo se disolvería. El cuerpo, en cambio, no teme al olvido; su existencia no depende de la memoria, sino de la continuidad. Y en esa diferencia radica una enseñanza profunda: la mente busca sentido, el cuerpo solo busca vida. La mente se pregunta por el porqué, el cuerpo se pregunta por el cómo. La mente duda, el cuerpo actúa. Y al final, cuando la mente se agota de tanto pensar, el cuerpo sigue aquí, respirando por ella.

El cuerpo siempre sabe dónde está, incluso cuando nosotros lo olvidamos. Es el único lugar que habitamos verdaderamente. La mente puede vagar por los fantasmas del tiempo, pero el cuerpo, con su terquedad animal, nos recuerda lo que la conciencia olvida: que la existencia ocurre ahora, en cada respiración, en cada latido, en cada silencio que no se puede pensar, pero sí sentir.

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