No todos los fantasmas asustan; algunos acompañan
No todos los fantasmas asustan; algunos acompañan. Pensamos en fantasmas y de inmediato imaginamos presencias que acechan en rincones oscuros, que se cuelan entre grietas de la memoria o que alteran el pulso de la noche. Sin embargo, hay espectros que no llegan con gritos ni con cadenas arrastradas, sino que se instalan en silencio, casi con delicadeza, como si supieran que su lugar no es el del miedo, sino el de la compañía inevitable. Hay fantasmas que no buscan hacernos correr, sino detenernos; que no irrumpen, sino que nos recuerdan; que no hieren, sino que vigilan. Se parecen más a una sombra que nunca nos abandona, a un susurro que insiste sin interrumpir. Tal vez asustan solo cuando nos resistimos a reconocerlos, porque su función es estar ahí, como recordatorio de lo que hemos sido, de lo que dejamos atrás, de lo que todavía nos falta comprender.
A veces son los fantasmas de las personas que amamos y que se marcharon, no necesariamente en forma de aparición, sino como la certeza de que seguimos caminando con partes de ellos dentro de nosotros. Un gesto repetido, una palabra que se escapa sin pensar, un hábito que permanece. En lugar de helarnos la sangre, estos espectros calientan la memoria, nos obligan a aceptar que el vacío no siempre es absoluto, que existe una manera en que los ausentes persisten, como si nos acompañaran desde un plano discreto, casi amoroso. Otras veces los fantasmas son los de las decisiones no tomadas, los de las oportunidades perdidas, las versiones posibles de quienes podríamos haber sido. Lejos de asustarnos, se sientan con nosotros y nos muestran, sin juicio, que toda elección deja tras de sí una vida que no viviremos, y que esa vida imaginaria se convierte en un acompañante silencioso que observa desde el umbral.
Incluso los fantasmas de nuestros errores pueden acompañar. No como verdugos, sino como maestros incómodos. Habitan en los rincones de la memoria, se asoman cuando creemos haber olvidado, y nos devuelven al momento en que fallamos. Su presencia es crítica, sí, pero no necesariamente cruel. Nos recuerdan lo que fuimos capaces de hacer mal para que podamos hacerlo mejor. Son compañeros severos, pero compañeros al fin. Hay algo en ellos que no nos deja dormir tranquilos, pero tampoco nos abandona en medio de la noche. Y quizás, en esa vigilia impuesta, se encuentra un extraño tipo de cuidado.
No todos los fantasmas son enemigos. Algunos se parecen a un espejo roto: no nos devuelven una imagen perfecta, pero sí fragmentos que necesitamos mirar. Nos acompañan porque no quieren que olvidemos que somos seres incompletos, que no todo se resuelve, que no todo se entierra. A veces se convierten en la voz que nos cuestiona en silencio, en la intuición que evita que repitamos un paso en falso, en el murmullo que nos advierte cuando nos acercamos demasiado al borde. Nos acompañan de forma crítica, no para hundirnos, sino para sostenernos de una manera extraña, áspera, pero firme. Y aunque su compañía no siempre sea cómoda, tiene el poder de mantenernos en movimiento, de no dejarnos estancados en la ilusión de que lo pasado se borra sin consecuencias.
Quizás al final, los fantasmas que más importan no son los que hacen temblar, sino los que nos invitan a pensar. Aquellos que caminan a nuestro lado, invisibles y obstinados, recordándonos que estamos hechos de huellas y de ausencias. Y en esa compañía silenciosa hay una verdad incómoda pero liberadora: no estamos solos ni siquiera cuando creemos estarlo, porque lo que fuimos, lo que perdimos y lo que deseamos todavía permanece, siguiéndonos de cerca, como un eco que nunca desaparece.
No todos los fantasmas asustan; algunos acompañan. La imagen común de un fantasma suele estar vinculada al miedo, a la aparición que irrumpe en la tranquilidad de la noche y quiebra la rutina con un sobresalto. Pero hay otro tipo de fantasmas, más discretos, más persistentes, que no llegan para infundir terror sino para instalarse como compañía silenciosa en la vida cotidiana. Son presencias que no se manifiestan con ruidos ni con apariciones repentinas, sino que laten en la memoria, en los gestos, en los recuerdos que se resisten a morir del todo. Estos fantasmas no nos persiguen con la intención de atemorizarnos, sino de recordarnos, de mantenernos en diálogo constante con lo que fuimos, con lo que dejamos atrás, con aquello que todavía no resolvemos.
Hay fantasmas que habitan en las personas que ya no están. No hablamos necesariamente de apariciones sobrenaturales, sino de la forma en que los ausentes permanecen en nosotros. El padre que sigue vivo en los hábitos del hijo, la amiga cuya risa todavía aparece en medio de un silencio, la pareja que dejó huella en gestos cotidianos que no podemos borrar. Esos fantasmas no producen miedo, sino una forma peculiar de compañía, a veces dolorosa, a veces reconfortante, siempre inevitable. Nos recuerdan que el vínculo con quienes amamos no se interrumpe de golpe, que la ausencia no es una desaparición absoluta, sino una transformación de la presencia en otra cosa, más tenue, más íntima.
También existen los fantasmas de nuestras decisiones. Cada vez que elegimos un camino, dejamos atrás una cantidad infinita de posibilidades. Esas vidas no vividas se convierten en espectros que caminan a nuestro lado: versiones de nosotros mismos que nunca llegaremos a ser, futuros que quedaron suspendidos en la mera condición de hipótesis. Estos fantasmas no nos atacan, pero sí nos interpelan. Nos muestran lo que pudo haber sido y no fue, nos hacen preguntarnos qué habría ocurrido si hubiéramos actuado de otra manera. Son incómodos, pero su incomodidad nos recuerda que la vida está hecha tanto de lo que ocurre como de lo que se pierde.
Existen, además, los fantasmas de nuestros errores. A menudo pensamos en ellos como lastres, como heridas que preferiríamos olvidar. Sin embargo, no siempre son enemigos. Estos espectros vuelven, se asoman en la memoria cuando creemos haberlos dejado atrás, y nos obligan a enfrentarnos con lo que hicimos mal. No vienen para castigarnos, sino para advertirnos. Son presencias críticas, voces severas que nos dicen lo que no debemos repetir, que nos acompañan en cada nueva decisión para evitar que el tropiezo sea idéntico al anterior. En este sentido, son fantasmas que enseñan: no nos dejan dormir con calma absoluta, pero esa incomodidad es, a su manera, un cuidado.
Lo cierto es que los fantasmas, en cualquiera de sus formas, nos demuestran que no estamos hechos solamente de lo que somos hoy, sino de todo lo que hemos sido, de lo que hemos perdido, de lo que todavía no hemos resuelto. Acompañan porque nos recuerdan la dimensión inacabada de la vida. Nos dicen que no hay un cierre total, que incluso lo que creemos terminado sigue teniendo voz. Y aunque a veces preferiríamos el silencio, esa voz cumple una función vital: nos sitúa en la continuidad, en la necesidad de aprender, en la conciencia de que somos más que un instante presente.
Por eso, no todos los fantasmas deben ser entendidos como amenazas. Algunos cumplen un papel de vigías, de compañeros incómodos pero necesarios. Caminan a nuestro lado como sombras que no se van, que nos observan con paciencia, que intervienen sin imponerse. Y aunque su presencia pueda parecer inquietante, en realidad nos protegen de la ilusión de estar solos, nos recuerdan que cada paso que damos está acompañado por la suma de todo lo que nos conforma: las personas que nos marcaron, las decisiones que tomamos y las que dejamos pasar, los errores que nos moldearon y las pérdidas que nos hicieron más conscientes de lo que tenemos. En ese sentido, los fantasmas no son únicamente figuras del pasado; son parte activa del presente, son memoria viva que insiste en no desaparecer, porque lo que somos no existiría sin ellos.
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